Álvaro Bermejo

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EL GRECO Y CERVANTES

 

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EL GRECO Y CERVANTES
RETRATO DE DOS INICIADOS

 

Álvaro Bermejo

 

Este Amadís de Grecia a su manera navegó de Creta a Venecia como pintor de iconos. Su fama de artista extravagante le llevó a desairar al papa Pío V y aun al amo del mundo, Felipe II. Pero en la biografía de El Greco late otra historia bajo la historia oficial. Era de ascendencia judía, se formó entre los eremitas del monte Athos y en un inédito viaje a Moldavia descubrió la sabiduría oculta. Ya en Roma accedió a los cenáculos de una secta herética, la Familia Charitatis. Cuando llega a Toledo su obra rebosa emblemas esotéricos solo accesibles a los iniciados.  Tal vez El Entierro del señor de Orgaz sea el de Don Quijote y El Caballero de la mano en el pecho el retrato oculto de Cervantes. La novela y el lienzo se iluminan mutuamente para mostrarnos un camino hacia lo desconocido.

 

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EL ENIGMA GRECO

 

En apenas dos años, de 2014 a 2016, estamos celebrando los centenarios de dos creadores sin parangón en nuestra cultura: El Greco y Cervantes.  Además de ser contemporáneos, ¿se conocieron realmente? Los datos obran a favor de la conjetura. Cuando El Greco llega a Roma como invitado del cardenal Farnesio, Cervantes ejerce como "paje de camas" del cardenal Acquaviva. Ambos frecuentan al ilustre consejero del primero, Fulvio Orsini, tanto como a Benito Arias, el Montano, quien ejercía como bibliotecario de Felipe II. Montano había viajado  Roma por otra razón: liberar al arzobispo Carranza, encarcelado en Sant'Angelo bajo la acusación de herejía, por oponerse a la los estatutos de Limpieza de Sangre, también por defender la biblia Políglota de Plantino. ¿Quién era Plantino? Un impresor flamenco vinculado con una secta entre mística, gnóstica y hermética, la Familia Charitatis, cuyo maestro se hacía llamar Hiël, la Luz de Dios. Cuatro siglos después, cuando Roger Garaudy glosa la figura del Cretense, escribe: "En cada uno de sus lienzos la magia estaba presente". Sin saberlo acertó de lleno en el enigma que rodea a El Greco.

 

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LA CLAVE CRISTO

 

Hasta que salió de Creta no era más que un pintor de iconos, pero antes de llegar al taller de Tiziano pocos saben que pasó un tiempo de iniciación, primero en los monasterios del monte Athos, y luego  entre Valaquia y Moldavia. De ellos aprendió todo un canon compositivo que repetirá en  sus obras mayores del período español, también a poner el acento de sus retratos en la vivencia espiritual priorizando lo que él llamaba las "transfiguraciones", y, singularmente, a cifrar en sus lienzos claves esotéricas.

Lo vemos en el aura que sitúa tras la cabeza de sus Cristos: si la iconografía vaticana dicta que ha de ser redonda, Doménikos  la vuelve romboidal. El rombo es la "vesica piscis", la intersección de dos círculos o dos mundos, donde se concilian las tres raíces del Árbol de la Vida en la tradición cabalística. En su tiempo de Toledo añade una audacia más. Le encargan un Expolio de Cristo para la catedral. En vez de pintarlo despojado de sus vestiduras, lo plasma envuelto en una túnica de un intenso rojo carmesí. ¿No se trataba de plasmar la desnudez martirológica del Nazareno? Es justamente eso lo que hace. Mientras lo viste, lo desnuda  de todo su aparato escolástico para mostrarlo como un corazón irradiante elevándose hacia la gloria. Exactamente lo que predicaban los iniciados de la Familia Charitatis, perseguidos a sangre y fuego por la Inquisición.

 

HEREJES, CABALISTAS Y CONVERSOS

 

Tras su paso por Moldavia, todo ese aprendizaje secreto bien pudo haberse forjado en Roma, a cuenta de sus asiduidades con el familista Montano, y con Cervantes. Su pasaporte fue una de las obras que traía de Venecia y que repetiría hasta la saciedad: La expulsión de los mercaderes del Templo. Toda una declaración de intenciones -abiertamente reformistas, por no decir heréticas-, plasmada a las puertas del Vaticano. Pese a saberse bajo sospecha y el riesgo que comportaba hacerlo, Montano le animó a venir a España, un país que identifica -en su Liber generationis-, con la Paloma del Espíritu. Al ilustre hebraísta no se le escapaba que la diosa Ashera, la Paloma, se venera como la esposa de Yahvéh en la Cábala. La misma que aparece sobre el río Jordán  cuando Cristo es bautizado por Juan, y en la Anunciación de María.

Bautismo y anunciación, desvelamiento de una identidad e ingreso a una vida nueva. Si hoy parece probado que El Greco era de ascendencia hebrea, lo constata la filiación de todos sus protectores en España. Desde el deán de la catedral de Toledo, Diego de Castilla, hasta Andrés Núñez, el cura párroco de Santo Tomé, y desde Jerónima de las Cuevas -la que sería su mujer, aunque nunca llegaron a casarse-, hasta el regidor de la ciudad imperial, Gregorio Angulo, todos ellos eran reconocidos conversos. ¿Lo fueron también Cervantes y Montano?  El Greco responde por ellos: en uno de sus lienzos más insólitos, la Alegoría de los Camaldulenses, pinta un tabernáculo que contiene el Talmud, y traza siete caminos que alegorizan la Menorá, el candelabro de los siete brazos. En otro, La Virgen con el Niño, Santa Inés y Santa Martina, donde debiera aparecer un cordero aparece un león con las iniciales del pintor.

 

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El León de Judá oculto bajo los pinceles de El Greco asoma en el epicentro de una sociedad al acecho, católica hasta la paranoia, donde los familiares del Santo Oficio suben a los tejados por ver si las chimeneas de los sospechosos humean o no durante el Sabat, donde pintores como Alonso Cano levantan el pavimento de su casa si se enteran de que lo ha hollado un sefardita, y escritores como Quevedo denuncian a sus rivales, como Góngora,  acusándoles públicamente de falsos conversos, mientras Luis vives huye a Bruselas.

En medio de ese auto de fe permanente, Doménikos se instala en la judería de Toledo, cerca de la Sinagoga del Tránsito -otro emblema de su trayectoria, en tránsito permanente, así físico como espiritual-, y no tarda en ocupar los aposentos de un ilustre nigromante  como el Marqués de Villena, el demonio en persona.

 

EL GRECO Y DON QUIJOTE

 

Felipe II también tenía algo de eso. Si propuso a Juan de Herrera alzar la planta de El Escorial según las claves del Templo de Salomón, buscando un lugar de imantación para conseguir la piedra filosofal -un empeño constante alimentado por lo que el Rey Prudente llamaba su "Círculo Espagírico"-,  Villena, en las criptas de su palacio, ocultaba un laboratorio de alquimia y magia negra del que esperaba conseguir la inmortalidad. El Greco lo logró a su manera mientras mandaba al infierno al rey del mundo -una vez que este deploró su Martirio de San Mauricio-. Junto con el deán Castilla, le protegía el marqués de Fuensalida, otro converso, alma mater de la academia homónima que tenía su capítulo en los cigarrales del Tajo. Es muy posible que Cervantes, ya instalado en Esquivias, asistiera a sus reuniones. Si dos conversos como Núñez y Castilla la frecuentaban, la larga sombra de la Familia Charitatis no quedaría lejos.

 

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Retrato de Arias Montano y Sello de la Familia Charitatis

 

Pero hay más: en toda la obra de Cervantes, como en la de El Greco, resulta omnipresente el juego entre lo terreno y lo celeste, lo real y lo irreal, la locura y la razón o, lo que viene a ser lo mismo, la coincidencia alquímica de los opuestos. El Quijote sigue un canon bizantino, la novela dentro de la novela, paralelo al bizantinismo del Cretense, el cuadro dentro del cuadro. La doble verdad, la visible y la oculta, cifrada en la tensión entre las dos almas de El Greco, lo que vale por decir la de las dos Españas.

Sucede otro tanto con las figuras desmesuradamente dilatadas de El Greco. Puro manierismo, en apariencia. Pero también quijotismo, pues desde entonces nos figuramos al Ingenioso Hidalgo como un caballero muy perpendicular. O, por decirlo en palabras de Cossío: "como una llama en pos del éxtasis". Éxtasis iniciático, diríamos nosotros, guiado por esa paloma astral -la del Espíritu, pero también la de la Sabiduría Hermética-, que puede ser una tenue pincelada blanca en el iris de los retratos más enigmáticos de El Greco, como una parodia cifrada en la figura de Dulcinea del Toboso. Su nombre recuerda demasiado a fray Dulcino de Novara, padre de la herejía dulcinista y fundador de otra fraternidad, los Hermanos Apostólicos, precursora de la Familia Charitatis.

 

LA INICIACIÓN DEL CONDE ORGAZ

 

Todos están presentes en el lienzo más celebrado de El Greco y quizá también el menos conocido. Hablamos del Entierro del Conde Orgaz. Los miembros españoles de la Familia Charitatis acreditaban lecturas erasmistas y neoplatónicas. Su maestro, el flamenco Hiël, predicaba el consejo evangélico: "sed mansos como palomas, pero también astutos como serpientes". En aquella España obsesionada con la ortodoxia tridentina, donde la ascendencia judía es un estigma y todo extranjero es sospechoso de herejía, había que ocultarse, vivir en la clandestinidad, moverse con sigilo. Es así como El Greco pinta a sus hermanos, perfectamente reconocibles entre los comparecientes a El Entierro, ocultando en ellos una clave diametralmente opuesta: no asisten a un entierro, sino a un renacimiento alquímico, a una secreta iniciación ligada a los antiguos misterios.

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De entrada, la composición se ordena en dos planos dominantes -terrestre y celeste- que replican el precepto de la Tabla Esmeralda: Lo que está arriba es como lo que está abajo. ¿Qué es lo que los une? El ángel que ayuda a la elevación del alma del conde hacia una segunda trinidad, integrada por las figuras de la Virgen, Juan el Bautista y Jesucristo. Allá donde se cruzan los dos planos, la sección áurea del lienzo sugiere una estrella de David envolviendo el alma del conde y esta se nos muestra como un embrión, como una crisálida, ¿Cómo un homúnculo alquímico?  El marqués de Villena no vacilaría  en afirmarlo, pero cuando pinta, El Greco primero geometriza. Sigue la tradición pitagórica, según la cual el universo está contenido en una ecuación de números e ideas.

Volvamos al plano terrestre. Dibuja un rectángulo, cuyo número sería el cuatro, la Materia. El celeste, por su parte, forma un semicírculo, la Divinidad, cuya clave es tres. Cuatro más tres suma siete, la cifra de la Maestría. Multipliquemos siete por cuatro: nos da veintiocho. Exactamente la cifra de los comparecientes al presunto entierro. Retrata a la aristocracia de Toledo, pero no la de la sangre, sino la del espíritu. Están todos los familistas -Covarrubias, Núñez, Fuensalida- que fueron sus protectores. Dos de ellos, el monje del hábito gris y el paje, velan otro misterio: el de quienes ocultaron el armazón del Hombre de Palo. Hablamos de un autómata que recorría las calles de Toledo recabando limosnas. Pero, si era así, ¿por qué fue quemado? Tal vez porque era mucho más que eso. Una suerte de Clavileño, comparable a la cabeza parlante de la que habla Cervantes en El Quijote, y a la que se atribuían poderes adivinatorios, lo que la convertiría en un artefacto diabólico a ojos de la Inquisición.

 

DOS CABALLEROS ANDANTES

 

Para atemperar sus iras, El Greco pinta sobre el cuerpo de San Agustín el retrato del factótum de la Primada e Inquisidor general, el cardenal Quiroga. Pero, sin vacilar, plasma los de dos ilustres disciplinados por sus tribunales, el arzobispo Carranza y fray Luis de León, entre los santos. E incluso a Montano, el sumo oficiante de los familistas, con hábito agustino, al lado de su autorretrato. Es posible que a su espalda se insinúe el de Cervantes. Pero si su obra magna, El Quijote, es un libro de claves, aún resulta más plausible que ese cuerpo yacente a quien identificamos con el conde de Orgaz, sea el Ingenioso Hidalgo, caballero de la Triste Figura donde los haya, descabalgado de su andadura terrena y presto a renacer en el reino de los inmortales.

Bartolomé de Cossío lo dejó entrever. Hans Rosenkratz lo sugirió en su magnífico estudio "El Greco and Cervantes in the Rythm of Experiencie". Guillermo Morey llega a afirmar que El Greco pudiera haber sido el autor secreto de El Quijote. Desde entonces no han cesado de prodigarse las analogías entre el Cretense y el Manchego. Caballeros andantes a su manera,  heterodoxos en todo, únicos e irrepetibles, emparentados por la familia de Jerónima de las Cuevas, y más que probablemente hermanos en el misterio. España y Oriente, Grecia y Bizancio, están presentes en ambos. Y asimismo, ambos hicieron de la locura, o de la extravagancia, un artificio para salvarse del celo contrarreformista.

Para Platón la locura tenía un origen divino, formaba parte de los ritos de iniciación. En ellos se escenificaba una muerte virtual, entendida como el paso a una nueva vida. Es lo que subraya el alma del conde de Orgaz al elevarse hacia esa Estrella de David, emblema supremo de la Cábala, umbral de un renacimiento en la Luz.

 

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EL INGENIOSO HIDALGO

 

A lo largo de su disparatada epopeya, don Quijote no hizo otra cosa que cabalgar en pos de un ideal. Y Cervantes también. El Greco supo corresponderle finalmente con su retrato más enigmático. El mundo lo conoce como El caballero de la mano en el pecho. Nadie sabe a ciencia cierta quién es este hidalgo de severo porte y negra vestidura, aunque muestra indicios muy reveladores para cualquier observador perspicaz. Un hombro izquierdo, más derrumbado que caído, en consonancia con la empuñadura de su espada, centrada y no ladeada, delata a un manco: centra su acero para poder desenvainarlo sin necesidad de ayudarse con la otra mano. ¿De quién se trata? Nos lo va diciendo su rostro, aguileño, levemente asimétrico, de barba recortada y bigotes tan afilados como un estoque, también de  notable apostura y mirada grave, a quien solo le falta la celada arriba para remedar al inmortal caballero andante que nació de su pluma. Cervantes, ingenioso hidalgo donde los haya,  quería que su imagen fuera un enigma, tal vez porque  le fascinaba la esgrima de las palabras tanto como la de las armas. También porque adoraba los juegos de equívocos a la manera de los imbroglios teatrales a la  italiana. Pero había más: aunque entonces ya era un autor celebrado en media Europa, su deuda con la España que le maltrató hasta el fin de sus días seguía pendiente.

La ingrata patria que hoy le venera le llamó ladrón, traidor, putañero; no le regaló otros palacios que sus muchas prisiones, le pagó con el desdén tras la proeza de Lepanto, y nunca dejó de considerarle un desclasado sin rango ni abolengo.

 "Juro por mi honor que nada de lo que me acusáis es cierto", dice  con el lenguaje de las manos al llevarse su diestra al pecho, juntando los dedos centrales sobre su corazón, el santo y seña de los familistas. Acerquémonos un poco más, busquemos el detalle: sus dedos tocan la cadena de un joyel medio oculto en su herreruelo. Cerca del final de sus días, Cervantes ingresó en la Cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento. ¿Se volvió beato? En absoluto. Sabía que sus hermanos estaban perseguidos y se cubrió con ese sello. Pero, en su reverso es muy posible que figurara el de los familistas, un óvalo en forma de corazón con el lema Charitas Extorsit, Dios y Amor, nada más que eso.

Se diría que al tiempo que retrata a Cervantes, El Greco se pinta  a sí mismo. "Para mí nació Don Quijote y yo para él" -escribió el Manchego en el epílogo de su novela-, "El supo obrar y yo escribir. Solo los dos somos para en uno". La frase define perfectamente la simultaneidad de conciencia entre estos dos creadores que compartieron un mismo viaje iniciático al Parnaso, como una vía de conocimiento del alma a través de la Belleza.

 

 

 

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BYRON, EL MALDITO

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"BYRON, EL MALDITO"

Álvaro  Bermejo

 

Hace unos años, Frederic Prokosch publicó una novela extraordinaria, "El Manuscrito de Missolonghi", donde reconstruía un diario apócrifo acerca de la tormentosa vida y amores de Lord Byron. Entonces, cómo no, se le tachó de excesivamente fantasioso. El exilio veneciano del poeta no podía dar para tanto. A decir verdad, dio para mucho más. Viene a corroborarlo otro libro, "Débil es la carne", de lectura obligada, no sólo entre el selecto club de los byronianos, sino en beneficio de todos aquellos que necesiten perentoriamente una sonrisa, para convencerse de que, en realidad, es la naturaleza la que imita al arte.

De hecho, esta selección de su epistolario inédito, revela un autorretrato del propio Byron que excede la comparación incluso con sus más exagerados personajes. Tras publicar sus "Peregrinaciones de Childe Harold", sabemos que abandonó Inglaterra en el apogeo de su fama literaria y personal,  también acuciado por deudas ingentes y perseguido por incontables escándalos sexuales. Pero en cuanto desembarcó en Venecia, hizo su exilio  un ejercicio ininterrumpido de disipación, como si se hubiese propuesto encarnar el papel de maldito que el mundo le había atribuido. Lo sorprendente, sin embargo, no es tanto su perfil de seductor ya entonces legendario, sino su manera de llevarlo hasta la hipérbole con un sentido del humor digno del mismo Casanova. Es cierto que ya en su "Don Juan", demuestra una capacidad para la sátira heroica que hace de ésta una de las obras más divertidas de la literatura universal. Aquí Byron se divierte llevando su propia imagen hasta la parodia, y descubriendo el efecto que produce en los demás esa representación que en ocasiones, hibrida lo macabro con lo sarcástico.

 

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Por ejemplo, después de remitir unas cuantas cartas a su secretario pormenorizándole un censo de conquistas equivalente al del Tenorio ante Leporello,  no vacila en remitirle otra, haciéndose pasar por su criado, para darle cuenta de la muerte de su señor: "Byron murió después de un rápido deterioro y fiebre lenta, causada por la ansiedad, los baños de sol, y las mujeres". Y tras el autodiagnóstico, añade: "Aunque sobrellevó su agonía con paciencia, maldijo dos veces a sus amigos, en particular a usted. Y aunque ya han sido tomadas disposiciones para el sustento de sus nueve concubinas, todavía quedan las referentes a mi persona". Era su manera, más que burlesca, de pedirle más dinero. Porque, a decir verdad, el dinero le importaba sobremanera al gran poeta romántico: "Lo que yo gano con el cerebro, me lo gasto con los c..., y seguiré haciéndolo mientras me quede un penique o un testículo. No viviré mucho, y por esta razón he de vivir mientras pueda. Es más, si hubiera tenido una renta de veinte mil libras, a estas alturas ya no estaría vivo. Pero no lo olvidéis: no me interesa nada, salvo el dinero".

 

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Desde luego, bien pocos creadores contemporáneos se atreverían a denigrarse  hasta este extremo. Pero para lord Byron, reírse de sí mismo suponía una condición inexcusable antes de pasar a reírse de los demás. Y así nos relata uno de sus más aventurados encuentros galantes: el que vivió cuando ya mantenía relaciones con la joven esposa de un provecto "Mercader de Venecia", al verse sorprendido, estando solo en casa de éste, por su cuñada. La cuñada, por descontado, no vacila en arrojarse a los brazos del seductor, pero en eso irrumpe la esposa adúltera del mercader y amante legítima de Byron. Y bueno, digamos que el idilio se transfigura: "Después de hacernos una cortés reverencia y sin proferir una palabra, Marianna agarró a la susodicha por los pelos, y le propinó unos dieciséis bofetones que te habrían hecho daño en las orejas con sólo oír el eco".  Pues bien, huida la primera,  la segunda se desmaya, y justo entonces, aparece el marido burlado, súbito testigo de todo el aparato de la confusión. "No te alarmes -tranquiliza Byron a su corresponsal-, los celos ya no están de moda en Venecia".  Así entendemos mejor el estado de costumbres que pasa a describir: "Aquí se considera virtuosa a la mujer que se limita a un marido y un amante, la que tiene más de tres ya es un poco alocada, y sólo faltan al decoro conyugal las que son indiscriminadamente difusas y establecen relaciones de bajo rango, como la Princesa de Gales con su Recaredo".

Haciendo abstracción de lo contemporáneo de esta cita, lo cierto es que el quinto barón de Byron no tuvo ningún escrúpulo en pernoctar tanto en palacios como en burdeles, sólo guiado por los imperativos del "Carpe Diem": "Yo no me canso de una mujer por mi propia inclinación, sino porque ellas suelen ser de natural aburridas".

 

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Pero, antes de que le venciera el tedio, ¿qué era lo que buscaba Byron en sus amantes? Tanto para él como para el Don Juan ficticio o el Casanova real, la mujer encarna una doble puerta, hacia la transgresión por el pecado, pero también hacia la redención por el amor. Y fue precisamente siguiendo a una mujer veneciana cuando experimentó en carne propia esa secreta simetría entre Eros y Thánatos.

Se llamaba Teresa Guiccioli, compatibilizaba su título de condesa con sus conspiraciones, y al ser desterrada por los austriacos, la siguió a bordo de un yate, el suyo, bautizado con un nombre nada casual: "Simón Bolívar".  No en vano y para corrección de maledicentes, ese mismo lord Byron que escribió "sólo me importa el dinero", invirtió todo su capital, nada menos que en la recluta de un regimiento, para sumarse a la liberación de Grecia. Y es que, tanto como la idealización que proyectaba en las mujeres, le movían todas las causas donde estuviera en juego la libertad. Ya en su viaje a nuestro país, en plena Guerra de la Independencia,  no vaciló en alinearse con los partisanos, mientras escribía aforismos como éste: "En España todos son nobles, menos la nobleza". De habérselo consentido la Parca, es posible que hubiese prolongado su viaje hasta encontrarse con ese Simón Bolívar que, como él, murió lamentando haber arado en el mar.

 

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Byron en Missolonghi

 

  Missolonghi fue su último destino, allá murió devorado por esas fiebres que se vaticinó, cuando se hizo pasar por su criado.  Pero si él llevó su sentido del humor hasta lo macabro, cuando su cadáver precariamente embalsamado llegó a Inglaterra,  pese a su prestigio, que ya entonces era el del primer escritor de Europa, el deán de Westminster no supo estar a su altura y le negó el privilegio de ser enterrado en el célebre "Rincón de los Poetas". No sólo por impío o por libertino, todavía más, sin duda,  por liberal.

 

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Lord Byron on his deathbed, by Joseph-Denis Odevaere c. 1826.

 

Es bien posible que Byron siga riéndose de esa ridícula venganza, tal vez, contemplando desde Rialto el paso de una góndola  sobre la que navegan un Romeo decrépito y una Julieta menopáusica. Ciertamente, la Venecia de los malditos ha sido suplantada por la de los turistas. "Ya sólo nos queda el pasado" -concluyó Casanova-. Pero qué gran pasado si el pecador impecable que nos lo cuenta, sabe hacer de su propia biografía una bendita comedia del arte.

 

 

 

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El verano de Alicia

 

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"EL VERANO DE ALICIA"

Álvaro  Bermejo

 

Pese a que era tartamudo y hasta un poco sordo, a los veintitrés años ya ejercía como catedrático de matemáticas en Oxford y como diácono en su prestigioso Christ Chruch. Sin embargo, la "biblia"  por la que hoy se conmemora el primer centenario de su muerte y por la que ha pasado a la historia nació de la insistencia de una niña, durante un paseo en barca, una tarde de verano del año 1862.  La niña se llamaba Alicia Liddell, y el reverendo inventó para ella un cuento que hablaba de un conejo apresurado, de un sombrerero loco y de una sonrisa de gato suspendida en el aire. Hoy lo conocemos como "Alicia en el País de las Maravillas", pero su primer título fue "Las aventuras de Alicia bajo tierra".  Tan bajo tierra como el seudónimo elegido por el diácono, de Charles Dodgson a Lewis Carroll, para distanciar su opresivo ministerio victoriano de su transgresora pasión por las nínfulas.

 

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Sin duda, de no haber sido por ellas hubiera alcanzado una dignidad más alta en la Universidad y en la Iglesia. Pero nada le tentaba tanto como contar sus fábulas a esas niñas que le escuchaban fascinadas, sin interrumpirle con objeciones sobre lo inverosímil de sus personajes o de sus peripecias. También le encantaba fotografiarlas: "Las niñas desnudas son absolutamente puras y adorables", escribió, aunque bien pudiera haber añadido: "hasta que comienzan a crecer". Y eso fue precisamente lo que le ocurrió a su Alicia, tres años después de que transcribiese su cuento preferido en un cuaderno de tapas de cuero verde, como regalo de Navidad: "Alicia parece estar cambiando, y no para mejorar. Temo que se encuentre al borde de una horrible transformación".

 

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Alicia Liddell

 

El amor que sentía por ella no impidió sin embargo que se atreviera a pedir su mano, al poco de que cumpliera once años. Y, si bien en sus diarios no consta ni una palabra acerca del rechazo que le impusieron sus padres, su petición no era tan extravagante en aquel tiempo. Apenas unos años antes, Edgar Allan Poe se había casado con una niña de trece, y cinco años después el celebérrimo crítico de arte John Ruskin, tras alegar que había sido incapaz de consumar el matrimonio con su primera esposa, literalmente, "porque tenía pelos en el pubis", se emparejó con una "diosa de mirada melancólica", aunque de apenas  diez años de edad.

 

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Casa y Jardin de L.Carroll

 

De hecho, en aquella edad de oro del puritanismo, y pasando de lo lícito a lo clandestino, resulta sumamente revelador recordar cómo sólo en la ciudad de Birmingham se aglomeraban 180 burdeles, donde prestaban sus servicios medio centenar de prostitutas menores de quince años.  Asiduo recalcitrante de los de Londres, Bertie, el primogénito de la reina Victoria, le dio el golpe de gracia a su padre Albert cuando se divulgaron sus amoríos con Nelly Crafton, una ninfa del ramo que luego se hizo de oro paseando su abolengo por Picadilly. Por lo demás, tanto en Inglaterra como en Europa, corría la leyenda de que las enfermedades venéreas se curaban desflorando a una virgen, aunque la mayoría de ellas no vivieran precisamente en el País de las Maravillas.

 

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Con todo, lo que diferencia a Lewis Carroll de otros escritores que se sintieron  fuertemente atraídos por las niñas, es la singular combinación que se da en él, casi única en la historia de la literatura, de una pasión genuinamente heterosexual,  y de una absoluta inocencia sexual. Como  dijo Martin Gaardner en su "Alicia anotada", las niñas le atraían porque con ellas se sentía sexualmente a salvo.  Así, en las antípodas de la "Lolita" de Nabokov, la "Alicia" de Carroll es una niña que se resiste a crecer. También ella, como el Oscar Matzerath de Gunther Grass, bate incesantemente su "Tambor de hojalata", pero no para denunciar las aberraciones del mundo de los adultos, sino para abrir las puertas del paraíso perdido y perderse en él, tras atravesar ese espejo que es testigo y fiscal de la maduración en el tiempo. 

 

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En este sentido, las inclinaciones de Lewis Carroll se aproximan más a las del Dante, enamorado de Beatriz cuando ella no pasaba de los siete años. Ahora bien, Alicia fue algo más que su musa poética. En el anverso de la literatura de su tiempo, traza por inversión el retrato de esa otra forma de nínfula-fatídica cuyo erotismo no parte de su sensualidad, sino de sus sortilegios. Encantada, Alicia a su vez encanta, como esa Fata Morgana, alter ego del mago Merlín y su eventual dominadora, así como Alicia es al cabo el alter ego de Carroll, a quien éste acabó por rendirse, no obteniendo de ella más que despecho.

Muchos años después de que la Alicia real se casara con un petimetre, esa mujer madura que ya no tenía nada de nínfula, escribió: "Estoy cansada de ser Alicia en el País de las Maravillas". Quizá por ello se vengó subastando el manuscrito que le regaló su creador, por el que obtuvo poco más de 15.000 libras. Acaso por la maldición que aconseja no vender ciertos regalos, murió arruinada y con mucho tiempo por delante para lamentarlo, a los 84 años de edad, en 1934.

 

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En 1887, Carroll había escrito: "muchos años han transcurrido desde aquella tarde dorada que te dio vida, pero puedo evocarla tan claramente como si fuera ayer. Ese rostro impaciente, ávido de noticias del país de las hadas, en cuyos labios las palabras 'cuéntanos un cuento', tenían toda la adusta inevitabilidad del Destino".  Ciertamente, el destino quiso que de aquel amor imposible sólo quedaran sus cenizas. Pero a través de esa niña eterna que desde su primera página ya devino inmortal, el matemático Charles Dodgson obró algo tan aparentemente contradictorio como prodigioso: colocó la lógica en el espacio mágico-emocional de la infancia. Y, a semejanza del talismán que abre puertas hasta entonces cerradas, con su resplandor abrió la imaginación de niños y adultos hacia los horizontes de lo infinito.

 

 

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Hoy sus ecos podemos escucharlos en toda la literatura fantástica, desde el realismo mágico de "Rayuela" hasta la provocación surrealista de "Los cantos de Maldoror". Al igual que en otras narraciones  fundacionales de la literatura moderna, como la Odisea o el Quijote, la poderosa influencia de este relato nace también de su condición viajera. En cierto modo, la quijotesca odisea de Alicia, niña eterna detenida en la edad de la inocencia, transmite la melancolía de esas almas mal enterradas que vagan por el mundo en busca de reposo. Algo que nunca sucederá, dada su condición inmortal. Pero, por contra, mientras nos llevan de la mano en su incesante viaje interior,  tanto ella como su creador han acabado por enseñarnos a atravesar el espejo del tiempo. El suyo comenzó con un apacible paseo en barca, hasta que se cruzaron con la enigmática sonrisa del gato de Cheshire. Un golpe de remo, una página más, y ya se abrió para ellos ese laberinto mágico de todos los veranos,  donde todavía pervive el niño que somos y que fuimos. 

 

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Álvaro Bermejo 

 

 

         

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