Álvaro Bermejo

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EL GRECO Y CERVANTES

 

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EL GRECO Y CERVANTES
RETRATO DE DOS INICIADOS

 

Álvaro Bermejo

 

Este Amadís de Grecia a su manera navegó de Creta a Venecia como pintor de iconos. Su fama de artista extravagante le llevó a desairar al papa Pío V y aun al amo del mundo, Felipe II. Pero en la biografía de El Greco late otra historia bajo la historia oficial. Era de ascendencia judía, se formó entre los eremitas del monte Athos y en un inédito viaje a Moldavia descubrió la sabiduría oculta. Ya en Roma accedió a los cenáculos de una secta herética, la Familia Charitatis. Cuando llega a Toledo su obra rebosa emblemas esotéricos solo accesibles a los iniciados.  Tal vez El Entierro del señor de Orgaz sea el de Don Quijote y El Caballero de la mano en el pecho el retrato oculto de Cervantes. La novela y el lienzo se iluminan mutuamente para mostrarnos un camino hacia lo desconocido.

 

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EL ENIGMA GRECO

 

En apenas dos años, de 2014 a 2016, estamos celebrando los centenarios de dos creadores sin parangón en nuestra cultura: El Greco y Cervantes.  Además de ser contemporáneos, ¿se conocieron realmente? Los datos obran a favor de la conjetura. Cuando El Greco llega a Roma como invitado del cardenal Farnesio, Cervantes ejerce como "paje de camas" del cardenal Acquaviva. Ambos frecuentan al ilustre consejero del primero, Fulvio Orsini, tanto como a Benito Arias, el Montano, quien ejercía como bibliotecario de Felipe II. Montano había viajado  Roma por otra razón: liberar al arzobispo Carranza, encarcelado en Sant'Angelo bajo la acusación de herejía, por oponerse a la los estatutos de Limpieza de Sangre, también por defender la biblia Políglota de Plantino. ¿Quién era Plantino? Un impresor flamenco vinculado con una secta entre mística, gnóstica y hermética, la Familia Charitatis, cuyo maestro se hacía llamar Hiël, la Luz de Dios. Cuatro siglos después, cuando Roger Garaudy glosa la figura del Cretense, escribe: "En cada uno de sus lienzos la magia estaba presente". Sin saberlo acertó de lleno en el enigma que rodea a El Greco.

 

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LA CLAVE CRISTO

 

Hasta que salió de Creta no era más que un pintor de iconos, pero antes de llegar al taller de Tiziano pocos saben que pasó un tiempo de iniciación, primero en los monasterios del monte Athos, y luego  entre Valaquia y Moldavia. De ellos aprendió todo un canon compositivo que repetirá en  sus obras mayores del período español, también a poner el acento de sus retratos en la vivencia espiritual priorizando lo que él llamaba las "transfiguraciones", y, singularmente, a cifrar en sus lienzos claves esotéricas.

Lo vemos en el aura que sitúa tras la cabeza de sus Cristos: si la iconografía vaticana dicta que ha de ser redonda, Doménikos  la vuelve romboidal. El rombo es la "vesica piscis", la intersección de dos círculos o dos mundos, donde se concilian las tres raíces del Árbol de la Vida en la tradición cabalística. En su tiempo de Toledo añade una audacia más. Le encargan un Expolio de Cristo para la catedral. En vez de pintarlo despojado de sus vestiduras, lo plasma envuelto en una túnica de un intenso rojo carmesí. ¿No se trataba de plasmar la desnudez martirológica del Nazareno? Es justamente eso lo que hace. Mientras lo viste, lo desnuda  de todo su aparato escolástico para mostrarlo como un corazón irradiante elevándose hacia la gloria. Exactamente lo que predicaban los iniciados de la Familia Charitatis, perseguidos a sangre y fuego por la Inquisición.

 

HEREJES, CABALISTAS Y CONVERSOS

 

Tras su paso por Moldavia, todo ese aprendizaje secreto bien pudo haberse forjado en Roma, a cuenta de sus asiduidades con el familista Montano, y con Cervantes. Su pasaporte fue una de las obras que traía de Venecia y que repetiría hasta la saciedad: La expulsión de los mercaderes del Templo. Toda una declaración de intenciones -abiertamente reformistas, por no decir heréticas-, plasmada a las puertas del Vaticano. Pese a saberse bajo sospecha y el riesgo que comportaba hacerlo, Montano le animó a venir a España, un país que identifica -en su Liber generationis-, con la Paloma del Espíritu. Al ilustre hebraísta no se le escapaba que la diosa Ashera, la Paloma, se venera como la esposa de Yahvéh en la Cábala. La misma que aparece sobre el río Jordán  cuando Cristo es bautizado por Juan, y en la Anunciación de María.

Bautismo y anunciación, desvelamiento de una identidad e ingreso a una vida nueva. Si hoy parece probado que El Greco era de ascendencia hebrea, lo constata la filiación de todos sus protectores en España. Desde el deán de la catedral de Toledo, Diego de Castilla, hasta Andrés Núñez, el cura párroco de Santo Tomé, y desde Jerónima de las Cuevas -la que sería su mujer, aunque nunca llegaron a casarse-, hasta el regidor de la ciudad imperial, Gregorio Angulo, todos ellos eran reconocidos conversos. ¿Lo fueron también Cervantes y Montano?  El Greco responde por ellos: en uno de sus lienzos más insólitos, la Alegoría de los Camaldulenses, pinta un tabernáculo que contiene el Talmud, y traza siete caminos que alegorizan la Menorá, el candelabro de los siete brazos. En otro, La Virgen con el Niño, Santa Inés y Santa Martina, donde debiera aparecer un cordero aparece un león con las iniciales del pintor.

 

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El León de Judá oculto bajo los pinceles de El Greco asoma en el epicentro de una sociedad al acecho, católica hasta la paranoia, donde los familiares del Santo Oficio suben a los tejados por ver si las chimeneas de los sospechosos humean o no durante el Sabat, donde pintores como Alonso Cano levantan el pavimento de su casa si se enteran de que lo ha hollado un sefardita, y escritores como Quevedo denuncian a sus rivales, como Góngora,  acusándoles públicamente de falsos conversos, mientras Luis vives huye a Bruselas.

En medio de ese auto de fe permanente, Doménikos se instala en la judería de Toledo, cerca de la Sinagoga del Tránsito -otro emblema de su trayectoria, en tránsito permanente, así físico como espiritual-, y no tarda en ocupar los aposentos de un ilustre nigromante  como el Marqués de Villena, el demonio en persona.

 

EL GRECO Y DON QUIJOTE

 

Felipe II también tenía algo de eso. Si propuso a Juan de Herrera alzar la planta de El Escorial según las claves del Templo de Salomón, buscando un lugar de imantación para conseguir la piedra filosofal -un empeño constante alimentado por lo que el Rey Prudente llamaba su "Círculo Espagírico"-,  Villena, en las criptas de su palacio, ocultaba un laboratorio de alquimia y magia negra del que esperaba conseguir la inmortalidad. El Greco lo logró a su manera mientras mandaba al infierno al rey del mundo -una vez que este deploró su Martirio de San Mauricio-. Junto con el deán Castilla, le protegía el marqués de Fuensalida, otro converso, alma mater de la academia homónima que tenía su capítulo en los cigarrales del Tajo. Es muy posible que Cervantes, ya instalado en Esquivias, asistiera a sus reuniones. Si dos conversos como Núñez y Castilla la frecuentaban, la larga sombra de la Familia Charitatis no quedaría lejos.

 

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Retrato de Arias Montano y Sello de la Familia Charitatis

 

Pero hay más: en toda la obra de Cervantes, como en la de El Greco, resulta omnipresente el juego entre lo terreno y lo celeste, lo real y lo irreal, la locura y la razón o, lo que viene a ser lo mismo, la coincidencia alquímica de los opuestos. El Quijote sigue un canon bizantino, la novela dentro de la novela, paralelo al bizantinismo del Cretense, el cuadro dentro del cuadro. La doble verdad, la visible y la oculta, cifrada en la tensión entre las dos almas de El Greco, lo que vale por decir la de las dos Españas.

Sucede otro tanto con las figuras desmesuradamente dilatadas de El Greco. Puro manierismo, en apariencia. Pero también quijotismo, pues desde entonces nos figuramos al Ingenioso Hidalgo como un caballero muy perpendicular. O, por decirlo en palabras de Cossío: "como una llama en pos del éxtasis". Éxtasis iniciático, diríamos nosotros, guiado por esa paloma astral -la del Espíritu, pero también la de la Sabiduría Hermética-, que puede ser una tenue pincelada blanca en el iris de los retratos más enigmáticos de El Greco, como una parodia cifrada en la figura de Dulcinea del Toboso. Su nombre recuerda demasiado a fray Dulcino de Novara, padre de la herejía dulcinista y fundador de otra fraternidad, los Hermanos Apostólicos, precursora de la Familia Charitatis.

 

LA INICIACIÓN DEL CONDE ORGAZ

 

Todos están presentes en el lienzo más celebrado de El Greco y quizá también el menos conocido. Hablamos del Entierro del Conde Orgaz. Los miembros españoles de la Familia Charitatis acreditaban lecturas erasmistas y neoplatónicas. Su maestro, el flamenco Hiël, predicaba el consejo evangélico: "sed mansos como palomas, pero también astutos como serpientes". En aquella España obsesionada con la ortodoxia tridentina, donde la ascendencia judía es un estigma y todo extranjero es sospechoso de herejía, había que ocultarse, vivir en la clandestinidad, moverse con sigilo. Es así como El Greco pinta a sus hermanos, perfectamente reconocibles entre los comparecientes a El Entierro, ocultando en ellos una clave diametralmente opuesta: no asisten a un entierro, sino a un renacimiento alquímico, a una secreta iniciación ligada a los antiguos misterios.

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De entrada, la composición se ordena en dos planos dominantes -terrestre y celeste- que replican el precepto de la Tabla Esmeralda: Lo que está arriba es como lo que está abajo. ¿Qué es lo que los une? El ángel que ayuda a la elevación del alma del conde hacia una segunda trinidad, integrada por las figuras de la Virgen, Juan el Bautista y Jesucristo. Allá donde se cruzan los dos planos, la sección áurea del lienzo sugiere una estrella de David envolviendo el alma del conde y esta se nos muestra como un embrión, como una crisálida, ¿Cómo un homúnculo alquímico?  El marqués de Villena no vacilaría  en afirmarlo, pero cuando pinta, El Greco primero geometriza. Sigue la tradición pitagórica, según la cual el universo está contenido en una ecuación de números e ideas.

Volvamos al plano terrestre. Dibuja un rectángulo, cuyo número sería el cuatro, la Materia. El celeste, por su parte, forma un semicírculo, la Divinidad, cuya clave es tres. Cuatro más tres suma siete, la cifra de la Maestría. Multipliquemos siete por cuatro: nos da veintiocho. Exactamente la cifra de los comparecientes al presunto entierro. Retrata a la aristocracia de Toledo, pero no la de la sangre, sino la del espíritu. Están todos los familistas -Covarrubias, Núñez, Fuensalida- que fueron sus protectores. Dos de ellos, el monje del hábito gris y el paje, velan otro misterio: el de quienes ocultaron el armazón del Hombre de Palo. Hablamos de un autómata que recorría las calles de Toledo recabando limosnas. Pero, si era así, ¿por qué fue quemado? Tal vez porque era mucho más que eso. Una suerte de Clavileño, comparable a la cabeza parlante de la que habla Cervantes en El Quijote, y a la que se atribuían poderes adivinatorios, lo que la convertiría en un artefacto diabólico a ojos de la Inquisición.

 

DOS CABALLEROS ANDANTES

 

Para atemperar sus iras, El Greco pinta sobre el cuerpo de San Agustín el retrato del factótum de la Primada e Inquisidor general, el cardenal Quiroga. Pero, sin vacilar, plasma los de dos ilustres disciplinados por sus tribunales, el arzobispo Carranza y fray Luis de León, entre los santos. E incluso a Montano, el sumo oficiante de los familistas, con hábito agustino, al lado de su autorretrato. Es posible que a su espalda se insinúe el de Cervantes. Pero si su obra magna, El Quijote, es un libro de claves, aún resulta más plausible que ese cuerpo yacente a quien identificamos con el conde de Orgaz, sea el Ingenioso Hidalgo, caballero de la Triste Figura donde los haya, descabalgado de su andadura terrena y presto a renacer en el reino de los inmortales.

Bartolomé de Cossío lo dejó entrever. Hans Rosenkratz lo sugirió en su magnífico estudio "El Greco and Cervantes in the Rythm of Experiencie". Guillermo Morey llega a afirmar que El Greco pudiera haber sido el autor secreto de El Quijote. Desde entonces no han cesado de prodigarse las analogías entre el Cretense y el Manchego. Caballeros andantes a su manera,  heterodoxos en todo, únicos e irrepetibles, emparentados por la familia de Jerónima de las Cuevas, y más que probablemente hermanos en el misterio. España y Oriente, Grecia y Bizancio, están presentes en ambos. Y asimismo, ambos hicieron de la locura, o de la extravagancia, un artificio para salvarse del celo contrarreformista.

Para Platón la locura tenía un origen divino, formaba parte de los ritos de iniciación. En ellos se escenificaba una muerte virtual, entendida como el paso a una nueva vida. Es lo que subraya el alma del conde de Orgaz al elevarse hacia esa Estrella de David, emblema supremo de la Cábala, umbral de un renacimiento en la Luz.

 

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EL INGENIOSO HIDALGO

 

A lo largo de su disparatada epopeya, don Quijote no hizo otra cosa que cabalgar en pos de un ideal. Y Cervantes también. El Greco supo corresponderle finalmente con su retrato más enigmático. El mundo lo conoce como El caballero de la mano en el pecho. Nadie sabe a ciencia cierta quién es este hidalgo de severo porte y negra vestidura, aunque muestra indicios muy reveladores para cualquier observador perspicaz. Un hombro izquierdo, más derrumbado que caído, en consonancia con la empuñadura de su espada, centrada y no ladeada, delata a un manco: centra su acero para poder desenvainarlo sin necesidad de ayudarse con la otra mano. ¿De quién se trata? Nos lo va diciendo su rostro, aguileño, levemente asimétrico, de barba recortada y bigotes tan afilados como un estoque, también de  notable apostura y mirada grave, a quien solo le falta la celada arriba para remedar al inmortal caballero andante que nació de su pluma. Cervantes, ingenioso hidalgo donde los haya,  quería que su imagen fuera un enigma, tal vez porque  le fascinaba la esgrima de las palabras tanto como la de las armas. También porque adoraba los juegos de equívocos a la manera de los imbroglios teatrales a la  italiana. Pero había más: aunque entonces ya era un autor celebrado en media Europa, su deuda con la España que le maltrató hasta el fin de sus días seguía pendiente.

La ingrata patria que hoy le venera le llamó ladrón, traidor, putañero; no le regaló otros palacios que sus muchas prisiones, le pagó con el desdén tras la proeza de Lepanto, y nunca dejó de considerarle un desclasado sin rango ni abolengo.

 "Juro por mi honor que nada de lo que me acusáis es cierto", dice  con el lenguaje de las manos al llevarse su diestra al pecho, juntando los dedos centrales sobre su corazón, el santo y seña de los familistas. Acerquémonos un poco más, busquemos el detalle: sus dedos tocan la cadena de un joyel medio oculto en su herreruelo. Cerca del final de sus días, Cervantes ingresó en la Cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento. ¿Se volvió beato? En absoluto. Sabía que sus hermanos estaban perseguidos y se cubrió con ese sello. Pero, en su reverso es muy posible que figurara el de los familistas, un óvalo en forma de corazón con el lema Charitas Extorsit, Dios y Amor, nada más que eso.

Se diría que al tiempo que retrata a Cervantes, El Greco se pinta  a sí mismo. "Para mí nació Don Quijote y yo para él" -escribió el Manchego en el epílogo de su novela-, "El supo obrar y yo escribir. Solo los dos somos para en uno". La frase define perfectamente la simultaneidad de conciencia entre estos dos creadores que compartieron un mismo viaje iniciático al Parnaso, como una vía de conocimiento del alma a través de la Belleza.

 

 

 

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LA GRAN QUIJOTADA

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"LA GRAN QUIJOTADA"

Álvaro Bermejo

 

En la primavera de 2014 elegí un título de Onetti -Juntacadáveres- para glosar la pasión necrófila en torno a los restos de Cervantes. Un año después, tras el solemne parto de los montes que ha sancionado lo que se sabía desde el día de su inhumación en la iglesia de las Trinitarias, no se me ocurre un epígrafe más cervantino que éste: Quijotada. Porque hay que reírse, no cabe otra, de todo y de todos.

 

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Del analfabetismo mediático que emplea términos como "descubrimiento" o "hallazgo", cuando era del dominio público que el ilustre alcalaíno yacía allá -señalado por un notorio frontón presidido por su efigie-. De la penuria forense, que admite ahora carecer de muestras de ADN susceptibles de identificar sus restos -cuando lo propio sería indagar si quedan en ellos huellas de la diabetes que aquejaba al genio-. De la profanación gratuita, en suma, perpetrada contra un hombre poliédrico que amaba la ambigüedad, la paradoja y el misterio por encima de todas las cosas, y cuya única aspiración póstuma -ni eso le han respetado-, era que le dejaran descansar en paz.

 

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¿Por qué inició su obra maestra pintando "un lugar de la Mancha" sin determinar ninguno, pues de ninguno quería acordarse? ¿Por qué jugó con el incierto nombre de su hidalgo, que tanto podría llamarse Quijano como Quijada o Quesada? ¿Por qué permutó su locura en cordura, hasta el punto de inocular todos sus lúcidos desatinos en nuestras magras certezas? Precisamente por eso, porque Cervantes, así en su vida como en su obra, trabó un laberinto de espejos sin  término, sabedor de que la mucha fama puede ser la más sutil forma de desconocimiento.

Sucede con El Quijote algo muy semejante a los Evangelios. Todo el mundo los da por leídos, aunque no haya pasado de la primera página. Y si en esta España merecedora de los exordios de fray Gerundio de Campazas vamos más allá, es para sucumbir a ese culto a las reliquias paralelo a la abracadabrante incultura nacional.

 

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Si El Quijote es hoy el libro mayor de nuestro patrimonio, se lo debemos a la fama que recabó más allá de nuestras fronteras, hasta el punto de que el emperador de China llegó a manifestar su deseo de conocer a su autor. Entre tanto, el "genial" Lope lo tildaba de converso, manco, "y por añadidura maricón".  

Así es nuestra España y así es la Cervantesmanía que nos ocupa. Un país que cabalga a golpe de quijotadas, donde lo único que nos importa de los inmortales no es en absoluto su obra, sino el bouquet de podredumbre que acreditan sus huesos.

 

 

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