Félix J. Palma

Juego de palabras

Noche de Reyes

NOCHE DE REYES

 

Félix J. Palma

 

(Atención spoilers)

De pequeños, mi padre se esforzó tanto en que creyésemos en la existencia de los Reyes Magos que un año hasta los invitó a cenar. Llegaron después de la cabalgata, tocados con coronas y turbantes repujados de pedrería, haciendo tremolar sus mantos de armiño y sus barbas blancas, arando la alfombra del salón con sus babuchas de puntera rizada. Aparte de varios platos de jamón, queso y aceitunas, mi padre había dispuesto para ellos tres sillas, y allí se sentaron los magos tratando de no arrugarse las capas. Por aquel entonces, yo debía rondar los ocho o nueve años, y los recuerdos que tengo de aquella noche son bastante borrosos, pero hubo un detalle que se grabó en mi mente para siempre: en cierto momento de la velada, el rey Melchor se desentendió de la conversación sobre los juguetes que nos traían, contempló su
copa de manzanilla con aire melancólico, y me confesó: "En nuestro país el vino es azul".

Aquella información lanzada al desgaire despertó en mí el sentido de la maravilla. Azul, como el mar, como el vestido de la muñeca. En su país el vino era azul. Hasta entonces, yo había oído que los Reyes Magos venían del lejano Oriente, un lugar
Reyesmagospara mí desconocido que ni siquiera sabía cómo imaginar, pero con esa sencilla frase, el rey Melchor me invitaba a hacerlo. Aquellas palabras apenas susurradas a través de la fronda de la barba, me hicieron vislumbrar un país que no se semejaba a ninguno de los que existían en nuestros mapas, sino que más parecía encontrarse en otra dimensión o en otro planeta, porque si el vino era azul, las frutas bien podían ser cuadradas, los animales podían hablar y las ciudades podían estar construidas en cristal, de manera que nadie pudiese guardar secretos.

Años después, cuando mis compañeros de colegio descubrieron que los Reyes Magos eran los padres, yo me enteré que los reyes eran los empleados de la tienda de mi padre, a los que aún no sé cómo convenció para realizar aquella pantomima para sus hijos. Pero eso no me asombró tanto como enterarme de que quien se disfrazó de Melchor fue aquel hombrecillo menudo y desteñido que atendía a los clientes con una cortesía funcionarial, usando siempre las mismas frases hechas e intercalando los mismos chascarrillos sin gracia en los mismos descosidos de la conversación. Era un hombre sin misterio, al que se le trasparentaba una existencia rutinaria y un poco sombría. Hoy todavía no sé si aquella frase iba dirigida a mí o a sí mismo. Unos años después, mi padre cerraría la tienda, y yo no volvería a ver más a aquel hombrecillo que una noche, mirando su copa de manzanilla, soñó con un mundo distinto al que conocía, donde el vino era azul, un mundo al que quizás le hubiese gustado huir con la intención de empezar de nuevo, de desprenderse como un animal de muda de esa vida monótona que lo asfixiaba. Quizás al verse vestido con aquel atuendo de fantasía, rodeado de niños boquiabiertos, quiso creerse su propia mentira, y decidió saltarse el guión, no limitarse a despacharnos con el consabido relato de la persecución en camello en pos de la estrella de oriente, sino construir un mundo imposible donde por unos minutos creyó que podría ser feliz, un lugar de cuento donde vivir mil aventuras, donde matar dragones y rescatar doncellas en vez de vender armarios.

Por eso ahora, cada vez que veo al concejal de turno arrojando caramelos desde alguna carroza, emboscado en su luenga barba de pega, no puedo evitar acordarme de aquel hombrecillo que me obsequió con el regalo de la imaginación, el único presente de todos cuantos recibí aquella noche que no acabó en alguna cuneta de mi adolescencia, como el coche teledirigido o el fuerte comanche. Un regalo que durará siempre. O al menos hasta que alguien me invite a una copa de vino del color del mar.

 

Félix J. Palma

 

 

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