Félix J. Palma

Juego de palabras

STEAMPUNK A LA ESPAÑOLA (II)

 

Steampunk 2-2

STEAMPUNK A LA ESPAÑOLA (II)

 

Vaya por delante que no he leído La máquina diferencial, La era del diamante: manual ilustrado para jovencitas,La estación de la calle Perdido ni Leviathan, las novelas que en los primeros años del nuevo siglo hicieron reverdecer el steampunk, aquella polvorienta acuñación de los 80. Así que cuando escribí El mapa del tiempo no tenía en mente los postulados de la literatura steampunk, por lo que me sorprendió enormemente que se le pusiera esa etiqueta. Mi novela no se atiene a la definición pura, pero ese atisbo que se hace al año 2000, con los autómatas a vapor dominado el mundo, la descripción del cronotulius, la incorporación de la magia o el hecho de que el protagonista sea el escritor H. G. Wells, convertido hoy en icono del steampunk, hacen que se pueda etiquetar como tal.

Si uno busca "literatura española steampunk" en la wikipedia, El mapa del tiempo aparece como la segunda novela steampunk escrita en España, tras Danza de tinieblas, de Eduardo Vaquerizo. Para mí, es todo un honor ser considerado uno de los abanderados del movimiento en nuestro país, y dicho honor me llevó a añadir más elementos steampunk -esta vez deliberadamente- en El mapa del cielo, la segunda entrega de mi trilogía, en la que Wells tiene que enfrentarse a los siniestros trípodes marcianos que él mismo había descrito en La guerra de los mundos. En la aventura lo ayudaba el agente Clayton, que lucía una mano mecánica y pertenecía a un Departamento Especial de Scottland Yard encargado de estudiar lo sobrenatural. No digo más.

Pero ha sido en El mapa del caos, tercera y última entrega de la trilogía, cuando me he permitido saldar la deuda que tenía pendiente con todos los fans del steampunk que han seguido mis novelas desde el principio, dedicándoles un prólogo de unas 50 páginas indiscutiblemente steampunk. El futuro descrito en esas páginas es un mundo tecnológicamente muy avanzado, pero que estéticamente sigue varado en la época victoriana, por lo que si uno se asoma a la ventana ve toda la panoplia típica del género: zepelins, carruajes aéreos, perritos mecánicos, etc, etc. Desde allí envían a un ejército de ciborgs para cazar a los saltadores temporales, que con sus indiscriminados brincos amenazan con poner en peligro el delicado equilibrio del multiverso. Tampoco digo más. 


Félix J. Palma

 

 

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STEAMPUNK A LA ESPAÑOLA (I)

 

Steampunk 1-retocado

STEAMPUNK A LA ESPAÑOLA (I)

 

La primera vez que oí hablar del steampunk fue a finales de los años 80. Por aquel entonces, yo era un ávido lector de ciencia ficción, y tuve la suerte de leer casi seguidas dos de las novelas fundacionales de este subgénero: Las puertas de Steampunk 2-retocadoAnubis, de Tim Powers, y Homónculo, de James P. Blaylock, ambas publicadas en España unos años antes. Fue el escritor K. W. Jeter quien acuñó el término para englobar dichas novelas, más la suya propia, Moorlock Night, que desde su punto de vista compartían algunos elementos comunes. Lo bautizó steampunk con cierta ironía, para contraponerlo al ciberpunk, el género de moda por entonces, y del que, por cierto, hoy ya apenas se habla. Podría decirse, por tanto, que el steampunk surgió como el hermano amable e ingenuo del ciberpunk.

Pero, ¿qué es exactamente el steampunk?, dices, mientras clavas en mi pupila tu barroca prótesis ocular. La pregunta no es fácil de responder, debido a que se trata de un termino muy permeable, donde cabe casi de todo. Os aseguro que es una pregunta que me hacen incluso en las convenciones de steampunk. Así que intentaré explicarlo lo mejor posible. Podríamos decir, resumiéndolo mucho, que se trata de un género cuyas historias suceden en una época alternativa donde la tecnología a vapor sigue siendo la predominante, generalmente localizadas en Inglaterra durante la época victoriana, y donde no es extraño encontrar elementos comunes de la ciencia ficción o la fantasía. La magia, el ocultismo y la brujería, por ejemplo, conviven en mayor o menor medida con la que quizás sea su característica más representativa: la presencia de la tecnología anacrónica, toda suerte de inventos y gadgets mecánicos que parecen sacados directamente de las entrañables ilustraciones futuristas del siglo XIX, aquellas que mostraban damas con corsés alados y carruajes aéreos.

Steampunk 3-retocadoDentro del steampunk, para liar aún más la cosa, también hay subgéneros, como el dieselpunk o el clockpunk, que parecen diferenciarse unos de otros por pequeños matices solo perceptibles para el ojo del entendido. Los japoneses incluso tienen su propia versión del steampunk tamizado por la estética manga.

Pero en los 80 nadie sabía lo que era el steampunk, lo cual no debe sorprendernos porque era únicamente un movimiento literario. Por mi parte, a principios de los 90, yo empezaba a alejarme progresivamente de la ciencia ficción. Empezaba a leer literatura general, y a publicar mis primeros cuentos aquí y allá, en revistas que ya no eran del género. Aquellos relatos, muy deudores de la obra de Julio Cortázar, darían forma a mi primer libro, El vigilante de la salamandra. Y mientras yo me afanaba en construir mi obra sobre los pilares de lo que podríamos denominar el "fantástico cotidiano", poco a poco, el término steampunk empezaba de calar en la sociedad. Aunque, para mi sorpresa, nadie lo relacionaba con la literatura, sino con el cine, con la estética de determinadas películas, como Wild Wild West, El castillo ambulante, Steam boy, La Liga de los caballeros extraordinarios o la serie británica Dr. Who. Se trataba de un grafismo muy concreto, vistoso y barroco, donde menudeaban los engranajes, las tuberías, las bielas, y los brillos dorados del cobre y del estaño… Y en cuestión de años, el steampunk trascendió lo literario para impregnar otras disciplinas artísticas, como la ilustración, los videojuegos o la moda, hasta convertirse incluso en una filosofía de vida, en el movimiento sociocultural que es hoy.

Félix J. Palma

 

 

 

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Algunas claves de El mapa del caos

ALGUNAS CLAVES DE EL MAPA DEL CAOS

Mapadelcaos

 

Cuando puse la primera palabra de mi trilogía victoriana no sabía que aún tendría que escribir más de seiscientas mil, principalmente porque entonces no tenía intención de escribir ninguna trilogía. Como cualquier lector que haya leído El mapa del tiempo habrá podido comprobar, dicha obra es una novela autoconclusiva. Sin embargo, durante su larga promoción me descubrí preguntándome en más de una ocasión qué pasaría si volvía a involucrar al escritor H. G. Wells en nuevas tramas donde el resto de sus novelas más populares se hicieran realidad.

 

Las posibilidades argumentales que dicha idea ofrecía me resultaban de lo más atractivas, así que lo intenté, y hoy, más de dos mil páginas y siete años después, la trilogía victoriana es una realidad encuadernada. El 16 de octubre llegará a las librerías El mapa del caos, su última parte, aunque solo si atendemos a la cronología, ya que la serie puede empezarse por cualquiera de ellas. Dependiendo del camino que el lector escoja, la historia cambia.

 

Como muchos ya sabéis porque suelo ponerlo en las dedicatorias, mi intención con esta trilogía ha sido la de rendir mi personal homenaje a los libros que nos hicieron soñar de niños, a aquellas novelas de Verne, Stevenson o Dumas con las que vivimos mil aventuras sin movernos del sillón, o lo que es lo mismo, a la novela popular del siglo XIX. Confeccionada como un traje a medida para el nuevo lector surgido de la burguesía, aquella literatura reflejaba un espíritu aventurero que solo podía darse en esa época, porque el mundo era todavía un lugar ignoto, cuyos límites los exploradores aún estaban perfilando, y la incipiente ciencia todavía no había dicho qué era posible y qué no. Podía pensarse, por ejemplo, que había vida en Marte, en Venus, en la Luna o incluso en el centro de la Tierra. Y nadie podía desmentirlo. Era la época de la imaginación. Y espero haberle hecho justicia al intentar retratar esa atmósfera de magia e ingenua tecnología tan características de la época victoriana.

 

A partir de aquí, aunque intentaré no revelar nada crucial, habrá algunos spoilers, así que quien quiera abordar El mapa del caos, o incluso la trilogía, en estado virginal, mejor que deje de leer. Como ya he comentado más arriba, al igual que las dos anteriores, esta novela también está protagonizada por H. G. Wells. Tras sobrevivir a los vaivenes de los viajes temporales y padecer en carne propia la invasión marciana que él mismo describió en La guerra de los mundos, el escritor británico tiene que dar caza ahora al peor villano que se pueda imaginar, un hombre invisible, que parece haberse escapado de las páginas de su popular novela para sembrar el terror entre los hombres.

 

Sherlock -cartel

 

Pero Wells no estará solo en tan difícil empresa, solo faltaría. Contará con la ayuda de Arthur Conan Doyle, que siguiendo otra de las constantes de la trilogía, será uno de los escritores invitados. Las aventuras que ambos correrán, junto al resto de los personajes, inspirarán al autor escocés su novela El sabueso de los Baskerville, donde resucita a Sherlock Holmes siete años después de haberlo ahogado en las cataratas de Reichenbach, abrazado a su archienemigo Moriarty. Ya disfruté lo mío incluyendo a Edgar Allan Poe como personaje en El Mapa del cielo, y he vuelto a hacerlo ahora usando a Doyle, todo un hombre de honor. Cuando era niño, con el propósito de enseñarle a distinguir entre el Bien y el Mal, su madre acostumbraba a contarle, mientras preparaba las gachas para la cena, didácticas historias de caballeros y princesas rebosantes de desafíos y duelos. Esos relatos calaron en él de tal manera que a lo largo de su vida trató de poner en práctica aquel trasnochado código medieval, y yo me lo he pasado en grande manejando a un personaje con alma de caballero andante, atento con las damas, protector con los débiles y valiente contra los fuertes, a quien por desgracia le tocó vivir en un mundo demasiado moderno, donde el concepto de caballería había degenerado en simple deportividad.

 

Otro de los escritores invitados que aparecen en la novela es Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, por el que siempre he sentido una especial debilidad. Y como esta novela tampoco se libra de los tradicionales viajes en el tiempo marca de la casa, he podido narrar el mítico paseo en barca por el Támesis que Carroll y las hijas del decano de la Christ Church dieron la tarde del 4 de julio de 1862. Como muchos sabréis, durante esa excursión, Carroll improvisó la historia de Alicia en el país de las maravillas para entretener a las tres hermanas Liddell, en especial a Alicia, su favorita.

 

Alicia -liddel

 

Otro de los personajes reales que aparecerán en la novela, que sucede en pleno auge del espiritismo, es sir William Crookes. Aparte de uno de los científicos más reputados de época, Crookes fue pionero en la investigación de fenómenos psíquicos, específicamente en las materializaciones ectoplasmáticas. Por desgracia, vio dañada su reputación al enamorarse perdidamente de Katia King, la hermosa hija del famoso pirata Morgan, un espíritu invocado por una de las médiums que estudiaba.

 

Kking

 

En cuanto a la trama propiamente dicha, poco puedo contar sin descubrir nada. La inclusión de Doyle como personaje me ofrecía la oportunidad de darle a la novela la estructura de las historias detectivescas, que él prácticamente inauguró, donde los misterios se van amontonando unos sobre otros hasta que todos se resuelven con una gran explicación final. Ese patrón, propio de las novelas de Holmes, es el que he imitado en El mapa del caos, por lo que, a medida que el lector avanza en su lectura, se va enredando en varias subtramas, sin aparente relación entre ellas, que se trenzan poco a poco, hasta formar al final una única trama. La historia empieza justo donde acaba El mapa del cielo, en la escena del globo en los pastos de Horsell, pero como ya advirtió el narrador en El mapa del tiempo, hay historias que no pueden empezar por su principio, así que es posible que la novela comience por otro sitio.

 

¿Y qué más puedo adelantaros? Solo algunas pinceladas vagas que ya he dejado caer en las entrevistas: aparte de la persecución del hombre invisible, hay una historia de amor, tan poderosa que continuará más allá de la caída del oscuro telón de la muerte, y un virus llamado cronotemia, que hace que los infectados salten entre mundos paralelos, amenazando con destruir el multiverso y provocando que, desde un futuro victoriano, envíen un ejercito de cyborgs para dar caza a los saltadores. Ese futuro victoriano me ha permitido saldar la deuda que tenía pendiente con los fans del steampunk, dedicándole algunos pasajes de la novela. Finalmente, como guinda del pastel, el narrador se quitará su máscara y podremos descubrir quién es.

 

Hombre -invisible

 

Y poco más que añadir. Por mi parte, he disfrutado mucho escribiendo El mapa del caos. Espero que al lector que se acerque a la trilogía por primera vez le guste lo suficiente como para continuar con las anteriores, y al que ya lo haya hecho, esta última aventura le parezca un buen broche para cerrarla. Esta trilogía definitivamente acababa aquí. Siento haber dejado fuera La isla del doctor Moreau -lo que he intentado subsanar en lo posible incluyendo un cameo del pueblo de las bestias-, pero creo que dos mil páginas son suficiente como homenaje a Wells, que ahora ya puede descansar realmente en paz. Y yo también.

Es hora de emprender nuevas aventuras... 

 

Félix J. Palma

 

 

 

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La desaparición (Un cuento de verano)

LA DESAPARICIÓN (UN CUENTO DE VERANO)

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Estaba tumbado en la arena, embadurnado hasta las cejas en crema protectora, factor, sintiendo cómo el mundo de la oficina se le difuminaba en la memoria hasta convertirse en un lugar tan improbable como Camelot o el Olimpo. En realidad, la playa no le gustaba demasiado, pero, ¿en qué otro sitio podía uno estar así, desmadejado en una toalla mientras el universo seguía su curso, escuchando el ajetreo de la multitud como si no fuera con él? Se encontraba en un estado de plenitud absoluta, en paz con el resto de seres vivos, por lo que se rindió al sueño que venía arrastrando desde el invierno sin reparar en que en ese mismo instante su hijo de tres años se le acercaba con el cubo y la pala.

Ese fue su error.

Cuando su mujer se puso a buscarlo, no lo encontró. Le preguntó al hijo, pero este era más diestro con la pala que con la lengua, por lo que no pudo sacar nada en claro. Durante el resto de la tarde, los altavoces exigieron una y otra vez que el desaparecido se presentara en el puesto de guardia, pero no tuvieron ningún éxito. Al caer la tarde, frente al espectáculo del sol tiñendo de azafrán las aguas, su mujer aceptó lo que ya sospechaba: mientras leía el Hola, su cónyuge se habría fugado con la amante que ella creía que tenía desde que adjudicaba a una lagarta pelirroja los pelos que el cocker zalamero del vecino perdía en las chaquetas de su marido.

Aquel verano pronto se desflecó en el otoño, y el otoño dejó paso al invierno, y así, sin hacer excesivo ruido, la rueca del tiempo continuó girando, sumando años al mundo. Y él seguía durmiendo enterrado bajo la arena, cual animalito en su madriguera, ajeno al discurrir de los días, al inexorable relevo de las estaciones. Hasta que muchos años después, lo despertó un repentino pinchazo. Era la sombrilla que alguien insistía en clavar en la arena. Con la lógica desorientación de quien despierta de una siesta larguísima, el hombre se entregó a la búsqueda de su familia, para descubrir que su cabezadita le había costado cara: sin su tutela, el hijo se le había descarriado, convirtiéndose justamente en el adolescente díscolo que siempre evitó que fuera, y su mujer había empezado una nueva vida con uno de sus vecinos, el dueño del cocker coñazo, quien se la pegaba sin problemas con una lagarta pelirroja.

En vista del panorama, el hombre regresó a la playa. Aquel lugar se mantenía igual, inmune a los vaivenes del tiempo. Y, ante un crepúsculo memorable, empezó a enterrarse los pies, dispuesto a entregarse de nuevo al sueño. Lo alentaba la esperanza de que, esta vez, lo despertara su mujer, a ser posible sin clavarle una sombrilla en ninguna parte, y que su hijo no se hubiese movido de la orilla, donde construía su castillo, sin el menor interés en enterrar a un padre que hacía mucho que había decidido enterrarse él solo, borrase de sus vidas pasando casi todo el día en la oficina, lejos de ellos, desaparecido de verdad.

Félix J. Palma 

 

 

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En una galaxia muy, muy lejana (II)

 

EN UNA GALAXIA MUY MUY LEJANA (II)

Félix J. Palma

 

Y lo fue.

A los diez años no me enteré de mucho, la verdad, pero salí del cine con la sensación de haber visto algo, efectivamente, fuera de lo común. Algo que ya nunca olvidaría, pero sobre todo, algo que yo también podía imaginar.

Y durante meses eso hice, imaginar historias como aquella con la ingenuidad de un niño sobrecogido. Imaginar aventuras de caballeros estelares con armas imposibles por planetas poblados de alienígenas pintorescos. Y es que, de repente, el cine había dejado de ser algo serio y formal. Ahora podía ser cualquier cosa. Era como si Star Wars hubiese abierto una puerta de mi mente que hasta ese momento permanecía atrancada.

 

Starwars3

 

De El imperio contraataca y de El retorno del jedi tengo recuerdos más vívidos porque las vi con trece y dieciséis años respectivamente. Eran los tiempos del vídeo, de aquellas cintas VHS del tamaño de ladrillos que a veces había que desenredar de los cabezales del aparato. Y aquel par de secuelas calaron en mi imaginación de un modo más espectacular, pues cuando vi El retorno del jedi ya empezaba a barruntar, quizás todavía no que quería ser escritor, pero sí que quería contar historias. E historias como aquella. Supongo que muchos de los que hoy practicamos el género fantástico crecimos hechizados por las aventuras de Luke Skywalker, Han Solo, Yoda, Obi-Wan y compañía, a las que habría que sumar Terminator, Blade Runner o los Aliens, que llegarían poco después, e incluso bodrios como Los siete magníficos del espacio y otros delirantes carnavales estelares surgidos a rebufo del éxito de Star Wars. Gracias a esas películas, ahora escribo lo que escribo y no otra cosa.

 

Starwars4

 

Y aunque como fan de Star Wars me dolió ver las ediciones especiales que Lucas hizo de la trilogía, cómo abigarró de bichos hechos por ordenador aquellas míticas escenas que permanecían grabadas a fuego en nuestra memoria, no soy de los que pone el grito en el cielo porque la Disney vaya a continuar la franquicia. La trilogía de Star Wars es nuestra, de quienes crecimos con ella, de quienes aprendimos de ella, y nada podrá alterar su calidad, ni lo que significó en su momento para el cine y para nuestras vidas. Iré a ver la película de Abrams cuando se estrene a un multicine ascéptico, sabiendo que solo voy a ver un olvidable blockbuster más, y echando de menos a ese niño de diez años que subía las escaleras de aquel cine de provincias sin saber que iba a vivir uno de los acontecimientos que cambiarían su vida, que le convertirían en el que soy ahora.

Félix J. Palma

 

 

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En una galaxia muy, muy lejana (I)

EN UNA GALAXIA MUY, MUY LEJANA (I)

Félix J. Palma

 

Ahora que J. J. Abrams ha comenzado el rodaje de Star Wars: Episodio VII, quizás sea el momento de hablar de la enorme influencia que La guerra de las galaxias, la primera parte de la popular saga galáctica, ejerció sobre los jóvenes de mi generación, especialmente sobre aquellos que, como yo, acabarían ganándose la vida viajando con su imaginación al infinito y más allá. No hablaré de la siguiente trilogía, no solo por ser una continuación decepcionante -su único logro es haber creado al secundario cómico más cargante del cine, el despreciado Jar Jar Binks-, sino por haber pasado absolutamente "desapercibida" en una época donde los jóvenes conviven con naturalidad con la fantasía, que los bombardea desde los videojuegos, las series de televisión y el cine. Pero para quienes hoy tenemos entre treinta y cincuenta años, Star Wars fue algo nuevo. Algo distinto, revolucionario, brutal. Fue una película que nos marcó, que ensanchó nuestra imaginación, y a muchos nos encarriló hacia nuestro destino.

 

Starwars1

 

Cuando La guerra de las galaxias se estrenó yo tenía nueve años. Y teniendo en cuenta que en aquella época las películas llegaban a mi ciudad con bastantes meses de retraso, lo más probable es que la viera después de haber cumplido los diez. Fuera como fuese, lo cierto es que de los pocos recuerdos que conservo de mi infancia -mi memoria es un coladero-, uno de los más nítidos corresponde al día en que mi padre me llevó a ver las correrías estelares de los caballeros jedi.

Por aquel entonces, aunque ya había ido algunas veces al cine, aún seguía pareciéndome un ritual de adultos, supongo que porque eran ellos quienes nos llevaban e incluso quienes nos ilustraban sobre la película que veríamos, como si fuera un secreto más del mundo de los mayores. No recuerdo cómo me anunció mi padre que íbamos a ver La guerra de la galaxias, pero sí recuerdo perfectamente la muchedumbre que se arracimaba en la puerta del cine, recorrida por un calambre de expectación, pues de la capital habían llegado rumores de que aquella película era algo fuera de lo común. Lógicamente, aquella excitación no tardó en poseerme también a mí. ¿Qué diablos iba a ver? Pero a la excitación que me despertaba la película, había que sumar la que me producía el propio acto de ir al cine, y además a la sesión nocturna. La oscuridad lo envolvía todo de cierto aire sacramental, convirtiéndolo en una aventura misteriosa y colectiva, una especie de verbena clandestina.

Por aquellos años en mi ciudad habría cinco o seis cines, y recuerdo que Star Wars la proyectaban en el Teatro Principal, que como puede deducirse por su nombre era un teatro reconvertido en cine. Tenía una enorme sala en la que un océano de incómodas butacas abatibles se extendía ante un escenario sobre el que colgaba la pantalla, presta a iluminarse cuando se descorría el telón, un cortinaje granate que había sobrevivido a la remodelación. Sobre la mitad trasera de la vasta sala pendía una especie de placo con más butacas, al que todos se referían como "el gallinero". Hasta entonces yo nunca había subido allí. Siempre habíamos encontrado sitio en la sala y, debido a que mi padre me había advertido que no escogiera nunca la fila de butacas que se encontraba justo debajo del gallinero, si no quería quedar irremediablemente expuesto a una lluvia de cáscaras de pipas, la idea que yo me había formado de la planta superior era la de un lugar misterioso donde se sentaban jóvenes irreverentes y bregados en la vida, quienes veían la película de turno distraídamente, mientras charlaban de sus cosas e intercambiaban carcajadas. Mi imaginación era demasiado ingenua para imaginar entretenimientos más adultos.

 

Starwars 2.jpg

 

Pero la noche del estreno de Star Wars la sala estaba repleta, así que mi padre me condujo hasta el gallinero. Y allí subí yo, con las rodillas temblorosas y la sensación de aventurarme en un reino prohibido, gobernado por Dios sabía qué leyes. Me sorprendió cruzarme por las escaleras con rostros conocidos, con los dueños de las tiendas que formaban parte de mi paisanaje diario, arrastrados también allí por los rumores provenientes de la capital. Nadie, fuera o no aficionado al cine, quería perderse aquello. La película estaba empezando, ya sonaba la atronadora banda sonora de John Williams, y a tientas nos acomodamos en un par de butacas libres, sorteando bultos oscuros que murmuraban entre ellos en actitud de recogimiento, como si rezaran el rosario.

Una cascada de letras amarillas inundaba la pantalla, advirtiendo con desfachatez a los incrédulos espectadores que aquella historia no empezaría por el principio, si no por el capítulo cuarto. Qué rayos. Sin duda iba a ser algo fuera de lo común.

Félix J. Palma

 

 

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Adiós, Marcelo. Un microrrelato

ADIOS, MARCELO. UN MICRORRELATO

 Félix J. Palma

 

Dado que todo el mundo me considera el mejor amigo del célebre actor Marcelo Feltrinelli, a nadie le extrañará que me hayan encargado esta nota póstuma. Pero estoy seguro de que les sorprenderá oír que desde hace exactamente diez Micro -hollywoodaños yo ya sabía que Feltrinelli acabaría suicidándose en la ceremonia de los Oscar, tras haber recibido una estatuilla honorífica a toda su carrera. Sabía incluso que lo haría ingiriendo cianuro, después de dedicar un brindis a la platea. Y lo sabía mucho antes de que él mismo sospechara que acabaría matándose, en directo y con smoking.

Podía intervenir el azar, por supuesto, y lograr con su mano de nieve que Marcelo descarrilara de la vía que lo conducía lentamente hacia su destino. Pero en las obras de ficción los hechos azarosos nunca son bienvenidos, y la vida de Marcelo hacía mucho que se había convertido en una ficción gracias a mí.

Cuando Marcelo y yo nos conocimos a finales de los setenta los dos éramos un par de don nadies. Él era un actor emigrado que daba tumbos por los escenarios más cochambrosos de Nueva York en busca del papel de su vida y yo un aspirante a director que había conseguido un presupuesto irrisorio para financiar su primera película. Por decirlo de forma poética: éramos como esos elementos que al mezclarse por accidente dan como resultado un precipitado inesperado destinado a revolucionar el mundo. Cuando acepté que aquel muchacho flaco y anguloso, como tallado a navaja, fuese el protagonista de mi película, no estaba sino haciendo historia. El éxito de nuestra película fue desmesurado e inauguró una colaboración profesional que duró trece años, arrojando un saldo de nueve filmes, la mayoría premiados en alguna parte, victoreado en algún festival, hasta que Marcelo decidió abandonar el cine para vivir su propia vida. Nadie, ni siquiera yo, entendió por qué se retiraba en la cima de su Micro -hollywood2carrera, pero lo hizo. Cosa de genios, me dije, como si con esa frase tan insatisfactoria pretendiera archivar el asunto.

Tres meses después, sin embargo, se presentó en mi casa. Yo me encontraba en el jardín, y lo contemplé bordear la piscina como un sonámbulo. Fiel a su carácter, me expuso el problema sin rodeos. Había interpretado con éxito todos los papeles imaginables: había quemado Roma, le habían amputado una pierna en un sucio hospital de campaña, había repelido él solo una invasión alienígena, había muerto en la cruz. Pero no sabía interpretarse a sí mismo. Carecía de imaginación. "Dirige mi vida", me suplicó mirándome a los ojos. Los dos sabíamos que aceptaría: siento debilidad por los desafíos. Firmé un contrato de diez años, y durante ese tiempo, no sólo le diseñé una vida de película, excesiva e intensa, sino que lo sobredimensioné como personaje, le di matices. Marcelo, por su parte, realizó la mejor interpretación de su vida. Ya no había cámaras, pero los periódicos se encargaron de inmortalizar las escenas más memorables, como cuando empotró su deportivo contra aquella fuente, acompañado por dos putas enanas. Cuando le entregué el frasquito de cianuro -lo único que podía burlar la seguridad del Teatro Kodak-, incluso sonrió ante lo acertado del colofón: la vejez de un astro puede ser plácida, pero nunca es digna. Mejor retirarse a tiempo.

Desgraciadamente, cuando todo esto se sepa, lo que yo recibiré por mi extraordinario trabajo no será el Oscar a la Mejor Dirección, ¿no creen?

Félix J. Palma 

 

 

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El paciente

EL PACIENTE

Félix J. Palma

 

Con el paso del tiempo, las distintas partes involucradas en el proceso de creación de un libro, desde las Musas hasta los impresores, hemos acabado aceptando que la literatura forma parte de una industria. Eso significa que las novelas que escribimos en la íntima soledad de nuestro estudio, donde volcamos nuestras obsesiones e impresiones sobre el mundo, son valoradas una vez abandonan nuestras manos como productos de consumo, cuya rentabilidad llega a ser mucho más importante que su calidad. Debido a ello, las novelas que antaño pretendían ser un medio de conocimiento, que anhelaban desentrañar el misterio de la vida, han mutado en otro tipo de novelas que aspiran principalmente a entretener al lector, a hacerles pasar un buen rato, lo cual hoy en día es casi más difícil que responder a las preguntas que atormentan al ser humano desde su nacimiento, pues el libro ha de competir con los videojuegos o los blockbuster cinematográficos, entre otras alternativas de ocio.

Pero por mucho que la ninguneen los escritores que no la practican y los críticos de los suplementos literarios donde no tienen cabida, esta "nueva" novela de entretenimiento no deja de ser heredera de la novela por entregas que en su día practicaron Conan Doyle, Julio Verne o Stevenson. Y entre los numerosos autores que hoy la cultivan en nuestro país destaca por meritos propios Juan Gómez-Jurado, capaz de aplicar su fórmula con sorprendente habilidad, logrando que trascienda sus propios límites.

 

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La lectura de "El paciente", su último trabajo, es lo más cercano a ver una película que he podido experimentar hasta el momento sin tener que ir al cine o agacharme para poner un DVD. Resulta evidente que Gómez-Jurado tenía muy claro lo que quería lograr, y hace tiempo que no me encontraba con una historia que consiguiera sus objetivos con tanto éxito. Narra el perturbador dilema al que debe enfrentarse el prestigioso neurocirujano David Evans, que para salvar a su hija de morir en manos de un psicópata, deberá impedir que su próximo paciente, nada menos que el presidente de Estados Unidos, salga vivo de su quirófano. Y lo hace con un ritmo trepidante, sacrificando en el camino las digresiones y descripciones que usaba, por ejemplo, en "La leyenda del ladrón", que aquí resultarían un lastre, y centrándose en la acción pura, creando con un puñado de reflexiones oportunas la tensión necesaria para enganchar al lector durante las 63 frenéticas horas que dura la aventura contrarreloj del doctor Evans.

 

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La detallada ambientación y los continuos giros de la trama crean la ilusión de que la novela parece escrita por un autor norteamericano, al que no cuesta imaginar tomándose una cerveza con Stephen king en alguna taberna de Maine. Se trata de una novela porosa que adsorbe los iconos más reconocibles de nuestra cultura pop, que maneja con eficacia los personajes arquetípicos, como Kate, la cuñada del protagonista -cuya fragilidad tanto recuerda a la Carrie Mathison de Homeland-, y que usa nuestra condición de espectadores de cine para jugar a su favor. En cierto momento, Gómez-Jurado incluso nos dice que el villano de la historia tiene la jeta de Ewan McGregor (aunque yo no podía dejar de imaginármelo como Paul Bettany). En definitiva, "El paciente" es como ir al cine sin tener que pagar la desorbitada suma que hoy cuesta la entrada. Las palomitas son opcionales.

Félix J. Palma

 

 

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Réquiem por la máquina de escribir

 

RÉQUIEM POR LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Félix J. Palma

 

Ayer volví a ver Mísery, algo que hago cada cierto tiempo porque es una de mis películas favoritas. Y nuevamente volví a irme a la cama pidiéndole a Dios no encontrarme nunca en la misma situación que Paul Sheldon, su protagonista. No me refiero a tener que escribir una novela bajo la supervisión de una enfermera trastornada aficionada a troncharte los tobillos con un mazo, sino a tener que escribir una novela en una máquina de escribir.

 

Misery

 

Hoy en día estamos tan acostumbrados a los ordenadores que nos cuesta recordar que hubo un tiempo en el que no existían. Hasta los catálogos de Ikea colocan uno falso en sus modernos escritorios, como si fuera un elemento imprescindible para la armonía de sus hogares de laboratorio. Pero existió una época donde las mesas de los catálogos mostraban una extensión baldía, apenas salpicada por un cartapacio, un bote con bolis y una lamparita, y en aquella época remota e inhumana los escritores confeccionaban sus obras aporreando las teclas de una máquina de escribir. Reconozco que escribir novelones como "El mapa del tiempo" o "El mapa del cielo", que exigen tantas revisiones, tantos trasvases de escenas de un lugar a otro y tantas rectificaciones de datos, me habría resultado una labor ímproba de no poder recurrir al "cortar y pegar" y demás trucos del Word. Solo pensar en haber tenido que escribirlas en una máquina de escribir me llena de pavor. Casi preferiría que Kathy Bates me machacara los tobillos con su mazo, la verdad.

Pero hubo un tiempo en que yo también aporreé las teclas de una de esas máquinas. Mis primeros relatos los escribí en una enorme que había en mi casa, un trasto pesadísimo de color gris paloma que dormitaba en algún armario, cubierto con una funda, como si se tratara de un lamborllini. Aunque únicamente la usaba para mecanografiar el relato una vez escrito a mano. Escribirlo directamente en ella se me antojaba una empresa poco menos que suicida. Aún conservo algunos de los manuscritos de aquellos relatos primerizos, seis o siete folios grapados, abarrotados de una letra un tanto ilegible, llenos de inmisericordes tachaduras, flechas retorcidas y culebreantes anotaciones a los márgenes. Mecanografiar aquello debía de ser algo parecido a desencriptar un mensaje secreto, pero era el único modo de escribir que conocíamos, ya que el ordenador ni siquiera era todavía una presencia insinuada en el horizonte. No lo recuerdo con exactitud, pero supongo que incluso aceptaba con naturalidad que si alguna vez me decidía a escribir una novela, tendría que hacerlo en aquel trasto. Por suerte, por aquel entonces yo no era tan ambicioso. Debió de ser más o menos en esa Misery1época cuando coincidí en un autobús con un tipo que había escrito una novela erótica para presentarla al premio hoy extinto La sonrisa vertical. No recuerdo dónde se dirigía aquel autobús, ni el nombre del sujeto, pero nunca olvidaré el aspecto del manuscrito que me enseñó. Mientras me desmenuzaba la trama, yo miraba con ojos espantados aquel engendro que había exhumado de su maletín, un manojo de folios torpemente cosidos en los que el "cortar y pegar" de hoy era exactamente eso: los párrafos dados por buenos habían sido recortados y pegados en otras páginas para evitar nuevos mecanografiados, dando como resultado un tocho lleno de crujientes remiendos que daba pena leer, y que desanimaba a cualquiera a emprender la escritura de una novela. Hace unos meses oí que el manuscrito de "Cien años de soledad" era algo parecido. Nuestro querido Gabo incluso había añadido párrafos escritos en esparadrapo. Bueno, qué otra cosa podían hacer aquellos escritores preordenador.

Tras la máquina de escribir, mi padre nos compró a mí hermano y a mí, que empezábamos a mostrar inquietudes literarias, un extraño cacharro que era una máquina eléctrica pero con memoria, una memoria de pez, pues solo daba para ocho páginas. Es decir, podías escribir un relato y verlo a través de una pantallita estrecha y diminuta, corregir lo que quisieras e imprimirlo solo cuando estuviera terminado, introduciendo los folios como en un teletipo. Aquel trasto era mucho más cómodo que su antecesor, pero tenía una desventaja: no podías escribir relatos de más de ocho páginas.

Unos años después, los ordenadores empezaron la tímida invasión de nuestros hogares. El primero en llegar a mi casa fue una de aquellas antiguallas sin sistema operativo, que en vez de la imitación de papel que ofrece el Word, ponía ante tus ojos una aterradora pantalla negra, como un firmamento sin estrellas, donde las letras iban apareciendo con un ligero brillo dorado, como escupidas por Campanilla. Fui incapaz de escribir nada coherente allí, intimidado como estaba ante aquel alarde tecnológico que mis dedos no creían merecer. Un par de años después, tuvimos el primer ordenador con Windows, y en él fue donde escribí muchos de los cuentos que con los años reuniría en "El vigilante de la salamandra". Pero durante bastante tiempo algo me impedía escribirlos directamente en el ordenador. Seguía haciéndolo en papel, y utilizaba el ordenador para mecanografiar la versión definitiva, como una máquina de escribir sofisticada. Supongo que el transito de la máquina de escribir al ordenador no podía realizarse de un modo natural. Al principio, cualquier frase que escribía directamente en la pantalla me parecía buena per se, simplemente por lo bien que quedaban aquellas letras de molde sobre el blanco del ficticio papel, y yo estaba acostumbrado a cincelar cada frase hasta que musicalmente sonaran bien. Gracias a Dios fue una sensación que logré vencer con el tiempo, y desde entonces todo lo tecleo directamente en el ordenador, tanto es así que mi letra se ha deformado hasta convertirse en un puro garabato por falta de uso. Sé que hay escritores que aún escriben a mano, surcando sus blancos cuadernos con pluma, pero yo hace tiempo que cambié lo romántico por lo práctico.

 

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Si mi vida tuviera la coherencia de una película americana, algún día, ordenando el desván, volvería a encontrarme con aquella vieja máquina de escribir. Pero mi vida es tan deslavazada y contradictoria como cualquier existencia real, y no tengo la menor idea de dónde estará aquel cacharro, de cuál habrá sido el destino de aquella máquina con cuyas teclas, sin ninguna ceremonia, compuse la primera palabra de las muchas que teclearía a lo largo de mi vida. 

Félix J. Palma

 

 

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201: La Odisea espacial de David Roas

201: LA ODISEA ESPACIAL DE DAVID ROAS

Félix J. Palma

 

El escritor David Roas es el juguete favorito del azar. Si no, no se entiende que recibiera el mismo número de habitación cuatro noches seguidas en cuatro hoteles distintos de cuatro ciudades diferentes. Y que esa ¿maldición? aún persista, que 201lo persiga por las ciudades de España e incluso cruce fronteras, acompañándolo a la lejana Lima. La misma habitación. Siempre. La habitación 201.

¿Qué hacer, entonces, a modo de exorcismo? Roas lo tiene claro, y junto al escritor limeño José Donayre, deciden invitar a 201 amigos escritores a visitar la habitación 201. Su misión: contar lo que les suceda en su interior en no más de 201 palabras. Tdo un desafío mental y físico.

Y sus amigos nos ponemos a ello, intentando romper la maldición que no se sabe quién ha derramado sobre Roas, convirtiéndole en el personaje de un cuento fantástico. En el primer volumen del proyecto, nos apretamos una primera avanzadilla de 99 escritores -en el segundo vendrán los 102 escritores que faltan para alcanzar la mágica cifra-, dispuestos a traspasar la puerta de la 201. Aunque no todos los escritores nos atrevemos a entrar. Yo, por ejemplo, finalizo mi historia justo antes de abrir la puerta. Pero no soy el único. Santiago Eximeno tampoco se atreve, aunque él al menos sabe qué le espera dentro, como narra en el estremecedor "Instantánea". Otros, sencillamente, no encuentran la habitación, como Eduardo Berti, que tras regresar con una botella de champán para celebrar su noche de bodas, descubre que ha desaparecido, con todas sus pertenencias dentro. Tampoco da con ella Diego Prado, que acaba vagando por un pasillo interminable lleno de habitaciones 201, mientras intenta encontrar la cerradura a la que corresponde su llave. E Isabel González ni siquiera encuentra el hotel, pues en su lugar han construido un Burger King. David _RoasOtros, en cambio, lo que no pueden es salir de la habitación, como Fernando Iwasaki en "Check out", o la heroína de Juan Carlos Townsend en "201".

Pero, ¿qué encuentran dentro quienes se atreven a entrar, incluido el propio Roas, al que Manuel Moyano convierte en el protagonista de su cuento? Pues todo lo que cabe entre la realidad y lo irreal, entre el sueño y la vigilia. Tras tenderse en la cama de la 201 de un hotel de Adrogué, Juan Jacinto Muñoz Rengel no deja de caer de habitación en habitación, recorriendo todas las ciudades del mundo en una caída interminable, mientras el escritor que ocupa la del relato de José María Merino se ve obligado a repetir una y otra vez la misma conferencia, atrapado en su particular día de la marmota. La limpiadora del cuento de Miguel Antonio Chávez, por su parte, siempre encuentra el fantasma de un suicida con un agujero de bala en la frente. Y en el cuento de Patricia Esteban Erlés, el verdadero huésped de la habitación espera a su presa entre los espejos del armario. Por desgracia Roas, el gran paladín de la literatura fantástica, solo se da de bruces con la maldita realidad, y eso que perdemos todos.

Yo que ustedes me haría con esta original antología, peñada de relatos que van del clasicismo al surrealismo, del terror a la sátira, del guiño al género al ejercicio de estilo, aunque no se me ocurriría leerla en la 201.

Para abrirles el apetito, les dejo el cuento más corto de la antología, firmado por Óscar Sipán:

"Los oigo copular a todas horas, tras la pared de la habitación 201.

Quizás debí emparedarlos por separado". 

Félix J. Palma

 

 

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