Rousseau o la hierba doncella

Opinión:

No puedo evitar reparar en la cita horaciana con la que Juan Arnau abre este pequeño ensayo: "quien no se ha sentido alguna vez un impostor, probablemente lo sea", dice. Es tentador ofrecer una lectura psicoanalítica de la vida y obra de Jean Jacques Rousseau, pese a lo desacertada que puede resultar esta práctica, pero lo cierto es que la calificación de 'impostor' funciona solventemente para la recreación de su biografía. Ya desde el primer capítulo de "Rousseau o la hierba doncella", Arnau nos ofrece una imagen peculiar del filósofo, quizás con la intención de condicionar nuestra interpretación: pese a su excelsa vocación intelectual, Rousseau rechazó una pensión real y renunció tanto al matrimonio como a los hijos (de hecho, renunció a sus deberes de padre y entregó toda su descendencia al hospicio), así como al Estado y a sus instituciones, hasta el punto de irse a vivir a un paraje bucólico, alejado del barullo de la gran ciudad.

No es esta una biografía al uso, ni tampoco un ensayo académico sobre la vida o la obra de Jean Jacques Rousseau. Juan Arnau ha optado por renunciar al dato objetivo y al rigor científico para, en cambio, dar primacía a un tono poético, delicado y tierno.

Mediante una narración escrita en segunda persona, el autor de "Rousseau o la hierba doncella" ha preferido poner el foco en el lector y en su experiencia inmersiva en el imaginario dieciochesco francés. A lo largo de la obra, y convirtiéndonos en una especie de impostores que suplantan al auténtico Rousseau, vivimos todo un conjunto de experiencias únicas, como la visita a Diderot en la torre de Vincennes (cuando este ya ha sido reprendido y castigado por la redacción de la "Carta a los ciegos"), la participación en salones literarios e intelectuales junto a Diderot, Helvetius, d'Alambert y Buffon, o el goce intelectual en el idílico alojamiento que nos ofrece Madame d'Épinay, amante de Grimm, en una de sus fincas. En paralelo a estos sucesos, asistimos también a los difíciles amores que vivió Rousseau, convencido siempre de que no había descubierto el amor verdadero: su relación casi materno-filial con madame de Warens, el romance senil con madame de Houdetot y la presencia cariñosa de Thérèse Levasseur, ama de llaves y compañera fiel del filósofo.

Dejando de lado estos episodios biográficos, así como las tensas relaciones con otros intelectuales (Rousseau fue víctima de críticas y enfados por parte de Grimm, Holbach y Voltaire, entre otros), son de especial interés los capítulos en los que Juan Arnau recrea una versión simplificada y accesible del pensamiento rousseauniano. Las propuestas de Diderot y de los enciclopedistas, según los cuales la depravación del hombre se debe a las maniobras del clero y de la política, se contrastan aquí con las tesis de Rousseau, quien pretende devolver al hombre a su estado natural, y cuya decrepitud no es causada sólo por la religión, sino también por la civilización y la cultura. Se insiste también en la filosofía inglesa como propuesta a las antípodas de Rousseau, en tanto que Hobbes y otros pensadores llegaron a creer que el hombre es cruel por naturaleza y que la civilización lo apacigua en lugar de enfurecerlo. Para Jean Jacques Rousseau, pesimista convencido, el progreso y la sociedad son responsables de la decadencia, pero el hombre es autor del mal en sí mismo.

Para acabar, sirva esta frase de inspiración rousseauniana para llamar la atención sobre "Rousseau o la hierba doncella", un ensayo biográfico que abandona el academicismo para recrear la figura de un filósofo crucial: "La vida no se nos ha dado para ser felices, sino para conocer. Si del conocimiento extraemos algo de dicha seremos afortunados".

Darío Luque