Félix J. Palma

Juego de palabras

El juego vuelve

 

Cada vez que escucho a alguien despotricar sobre las redes sociales me acuerdo de la gente que hace unos años despotricaba sobre los móviles, y vuelvo a pensar lo mismo: que nada es bueno ni malo, sino que todo depende del uso que hagamos de ello. Para mí, las redes sociales han sido un regalo inesperado, pues me permiten mantener contacto regular con mis lectores e incluso ponerles rostro (o a su superhéroe favorito, dependiendo la de foto que ilustre su perfil). Antes dicho contacto casi no existía, reduciéndose a los encuentros atropellados y fugaces de las firmas de libros. Por eso creo que para los escritores, e imagino que para otros gremios dedicados al arte, inventos como Facebook o Twitter son algo enriquecedor. Pero no es el único regalo que nos ha dado internet. Están también los foros literarios, donde nuestros anónimos lectores hablan de nuestros libros. Ah, lo foros. ¿Qué escritor ha podido resistirse a la tentación de infiltrarse en uno de esos sitios para descubrir qué opinan de su trabajo? Yo lo hago con frecuencia. Me meto en uno de esos foros y asisto como mudo y fascinado testigo a la disección que un grupo de lectores, armados con el descarnado bisturí de la sinceridad, hace de mis novelas o mis cuentos, y tomo nota mental de lo que les gusta y de lo que no. Descubro, en fin, los aciertos y errores de un trabajo en el que uno pone lo mejor de sí mismo guiado únicamente por la brújula de su intuición. Mientras diseñaba la tercera parte de mi trilogía victoriana, por ejemplo, me dejé caer por muchos foros, atento a las opiniones de mis lectores sobre cómo podrían continuar las aventuras de Wells, Murray y Cía.

 

Sherlock

 

He pensado en todo esto al ver el primer episodio de la tercera temporada de Sherlock. Como la mayoría sabéis -y si no, no sigáis leyendo, pues se avecina una avalancha de spoilers-, Moffat y Gatiss, los artífices de la serie, acabaron la segunda temporada con un cliffhanger memorable, de esos que parecen imposibles de continuarse: Sherlock saltaba al vacío desde el tejado de un edificio y se estampaba contra el suelo ante los atónitos ojos de Watson. "No apartes la vista de mí", le decía antes de saltar y descender hacia el suelo con el icónico abrigo hondeando al viento como una capa.

 

En la novela Misery, Stephen King reflexionaba sobre los distintos modos de salvar un cliffhanger. Paul Sheldon, el escritor protagonista, debía revivir a la heroína Misery si no quería que su trastornada enfermera le rompiera algo más que los tobillos, y en tan peliagudo trance, recordaba un juego con el que entretenía los veranos de su infancia. Se llamaba "¿Puedes?", y en él quince o veinte chiquillos se sentaban en círculo alrededor de un monitor, que comenzaba una historia hasta dejar al personaje en una situación extrema, para que uno de los chavales lo sacara de allí usando su ingenio. Y solo había dos maneras de lograrlo: haciendo trampas, es decir, colocando más lejos el tren que estaba a punto de atropellar a la chica, para que esta pudiese desatarse en el último segundo, o decepcionando a la audiencia con una resolución cogida por los pelos, pues hay situaciones que no pueden resolverse sin defraudar nuestras expectativas.

 

Sherlock2

 

En el episodio La caída de Reichenbach, el guionista del equipo de Moffat colocó a Sherlock en una de ellas, remedando el final de La solución final, el relato de Arthur Conan Doyle de 1893 en el que se inspira. En ese cuento, harto de la asfixiante popularidad que había logrado su creación, impidiéndole escribir obras más importantes, Doyle se deshizo de ella arrojándola a las cataratas Reichenbach, que había visitado en un reciente viaje a Suiza. Con semejante final, no es de extrañar que mientras se rodaba la tercera temporada, los fans de la serie se dedicaran a tejer toda suerte de teorías sobre cómo Sherlock había burlado a la muerte. Medio planeta se puso a jugar al "¿Puedes?" de King en los foros de internet, pues la manera en que el arrepentido Doyle había rescatado de la muerte al famoso detective no servía ahora. Repasaron una y mil veces el final del episodio, atentos a todas las pistas que Moffat aparentemente había camuflado en el tramo final: el ciclista, los médicos, el puesto de ambulancia… porque sin duda cada una de ellas tenía una función, estaba ahí por algo.

¿Y qué solución nos ha dado Moffat en El coche fúnebre vacío? Todas y ninguna. Consciente también él de que cualquier solución sería tramposa o decepcionante -¿un cable atado a la cintura que no había estado ahí? ¿un hipnotizador? ¿el cadáver de Moriarty con una máscara? ¿un colchón hinchable en el suelo? ¿una pelotita de squash que le roba momentáneamente el pulso?-, ha preferido no dar ninguna, rehusar su papel de demiurgo que todo lo puede, y nos ha regalado un auténtico festival de especulaciones, enhebrando en un episodio de montaje frenético todas las teorías que han circulado por internet durante el tiempo de espera. Se lo imagina uno fisgoneando en los foros, recopilando las decenas de conjeturas, las coherentes y las disparatadas, como quien recoge la cosecha, para mostrarlas luego de boca de los distintos personajes. El coche fúnebre vacío es, por tanto, un episodio que no solo está guionizado por su equipo, sino también por todos los fans de la serie. Otro de los milagros que permite internet.

  

Félix J. Palma 

 

 

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