Álvaro Bermejo

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Solo para cronopios

Cortazar

'SOLO PARA CRONOPIOS'

Álvaro Bermejo

 

De padres argentinos, aunque de orígenes vascos, nació en Bruselas bajo un bombardeo alemán. "Mi nacimiento fue muy belicista", solía decir este gigante de voz de barítono y ojos de buzo, "debe ser por eso que solo me apunto a las revoluciones pacíficas". Lo hizo desde su primer libro hasta el último. La vida entendida como un juego simultáneamente poético y político, siempre antisolemne. Todo eso  resume el universo literario de Julio Cortázar,  quien nos invita hoy a celebrar su primer centenario con la sensación de que es sencillamente imposible. No puede haber pasado un siglo desde entonces. Aquel París infinito sigue vivo en las correrías de la Maga y Oliveira entre puentes y laberintos. Todavía podemos oír esa música de jazz que apasionaba al autor de Modelo para armar. Todavía lo vemos como un enorme árbol aislado en la llanura, de donde salen alternadamente los pájaros y los huracanes.

Los primeros relatos de este trotamundos camusiano, extrañado, pero también entrañado en todas partes, no hablaban de la Pampa. Sueños bizarros, delirios futuristas, vampiros y fantasmas. De su pasión por lo sobrenatural, unida a su ironía y su debilidad por lo pulp, surgió esa versión ultramoderna del realismo mágico que desemboca en Rayuela.

 

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Cortázar y su maga, Aurora Bernárdez

 

Medio siglo después ya no queda huella de las vanguardias literarias, tampoco hay lugar para las utopías. "Se diría que nací para no aceptar las cosas tal como  me son dadas". Rebelión permanente de Cortázar. Contra la literatura convencional, pero también contra las ideologías incapaces de cuestionarse a sí mismas.

El mismo Cortázar que apoya la revolución cubana defiende a un disidente genial como Lezama Lima, lo que le gana el ostracismo de la intelectualidad. No le importa. Recibe el premio Médicis, dona su importe a la resistencia chilena. Y sigue jugando. Goddard lleva a la pantalla la adaptación de uno de sus relatos -Au bout de souffle-, Belmondo se disfraza de existencialista. La censura franquista impide a Buñuel rodar su versión de Las Ménades. Cortázar responde escribiendo El Libro de Manuel, donde traslada la extrañeza de la vida a la extrañeza de la literatura.

 

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Con Carlos Fuentes y Luis Buñuel

 

Autonautas de la cosmopista, cronopios perdidos en el tiempo, niños sabios como su Rocamadour. Si a cada tiempo le corresponde una literatura, cada página de Cortázar nos dice que el nuestro ya nació viejo. Un siglo después el cementerio de Montparnasse sigue siendo un jardín de infancia donde tenemos mucho que aprender. ¿De la Maga? No, de nosotros mismos.

 

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Rayuela

 

Bien, hasta aquí la leyenda. Pero, ¿Qué queda más allá? Desde el pasado 12 de febrero, cuando se cumplieron tres décadas de su muerte,  hasta el próximo 26 de agosto en que se recordará el centenario de su nacimiento, se multiplicarán las páginas en su memoria escritas por doctos eruditos con la rosa de los letraheridos en el ojal. ¿Alguien dirá quiénes son hoy sus  lectores? ¿Lograrán los homenajes que recibirá en la Feria del Libro de Madrid, de Buenos Aires, de Guadalajara o de  París, desvelar este interrogante?

 

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Porque, tal vez, con Cortázar pasa algo extraño, lo contrario a lo que sucede con Jorge Luis Borges, el otro gigante de la literatura argentina del siglo XX. Mientras es poco común encontrar a escritores que confiesen que no han leído ni leerán a Borges, en la opinión de muchos lectores sus cuentos tienen cierto carácter inasible. De Cortázar, en cambio, se afirma que se lo lee en las escuelas y en los autobuses, y que Rayuela es la novela que todos deberían transitar en algún momento de la adolescencia. Sin embargo, casi no conozco autores que lo mencionen como referente, o como una influencia determinante a la hora de escribir sus propios libros.

Así que se hablará de Cortázar una y otra vez, y se le dedicarán mesas redondas y conferencias y charlas y debates. Pero de nuevo: ¿cuántos serán los que lleguen a sus libros por primera vez, o vuelvan a ellos?

Hace diez años el escritor César Aira generó cierto revuelo al decir públicamente lo que tantos otros pensaban y comentaban en privado: "Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él -y yo también lo encontré en su momento- el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges. Luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable".

 

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¿Quién mira a quién?

 

Mucha gente que conozco (escritores, editores, críticos y simples lectores) piensa igual que Aira. Cortázar como un Poe (a quien tradujo), un Lovecraft, un Salgari o un Verne, un escritor para leer vorazmente en la juventud, como una suerte de entrenamiento para la vida de lector adulto.

La opinión más difundida entre la crítica es que de la extensa obra cortazariana, lo que más rápido envejeció fue la novela que le dio fama mundial en 1963. Mientras Rayuela se oxidaba, ambientada en una época que hoy parece lejana (el París de los años cincuenta, bohemia y existencialismo, free jazz y tabaco negro), sus cuentos, sobre todo los de Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas  (1959) lograban una supervivencia digna: más tradicionales y menos atados a los procedimientos narrativos en boga, con una voluntad más clásica y menos experimental, funcionan como mecanismos de relojería que logran abolir el tiempo, y envejecer mejor.

 

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Sur le Pont-Neuf

 

Los homenajes, se sabe, tienen como condición esencial llegar siempre tarde. Borges y Cortázar, claro, siguen ahí. Uno como la inevitable sombra que todo lo tiñe; el otro, como una figura que año a año se difumina un poco más. Las razones para que esto suceda deben ser muchas. Yo solo podría arriesgar una: si Borges es un escritor del siglo XIX cuya inteligencia anticipa el siglo XXI, Cortázar resulta un escritor demasiado anclado en la mitad del siglo XX. Uno podría imaginarle a Borges lectores dentro de mil años. ¿Podríamos imaginárselos a Cortázar? ¿Lograrán los homenajes volver a revivir una obra que parece necrosada en el anaquel de todo lo que fuimos y ya jamás volveremos a ser?

 

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