La memoria del alambre

Opinión:

El poder creativo de la memoria es, sin duda, uno de los temas que mejor ha sabido explotar la literatura española en las últimas décadas: tras numerosas novelas ambientadas en la guerra civil o en la posguerra española, el relevo generacional ha propiciado un nuevo capítulo en la narrativa de la memoria, el de los años ochenta. Por múltiples cuestiones sociológicas que no cabe aquí enumerar -pienso en el magnífico trabajo que se llevó a cabo al acuñar la 'generación Kronen'- son cada vez más abundantes las novelas que se aprovechan del ejercicio memorialístico y retrospectivo para rendir cuentas con unos años que tienen tantas luces como sombras en el imaginario colectivo de la población española. Los años ochenta fueron, en efecto, los tiempos de la revolución sexual y de las discotecas en las que sonaban Coppini, Violent Femmes o La Mode, pero también fueron tiempos de promesas, y no todos quienes bailaron y disfrutaron de esa época sobrevivieron para ver sus sueños cumplidos.

La protagonista de "La memoria del alambre", sin nombre explícito en el relato, vivió los feroces ochenta en Valencia junto a su amiga Carla, que siempre la animó a poner en práctica una rebeldía intrínsecamente juvenil. "¡La aventura es la aventura!" fue, de hecho, el lema que acuñaron para sus correrías juveniles en los recreativos, donde fumaron sus primeros cigarros y sedujeron a chicos de cursos superiores; o también en El Corte Inglés, donde robaron ropa y se enfrentaron a las consecuencias de sus actos. Vestida con un aire de misterio, Carla se yergue en la memoria de la protagonista como una adolescente conflictiva, impulsiva y decidida a impresionar a los demás -ya fuera Alfonso, el repetidor que tocaba la guitarra en un grupo de pop, o su propio padre-. La evocación de esos actos inexpertos desde la atalaya que confiere la edad adulta permite a la narradora comprender que la adolescencia no es más que una época de fantasía en la que nada le sucede a uno mismo, sino a todas las cosas que habitan a su alrededor. Las consecuencias de sus actos, por tanto, parecía que nunca fueran a vivirse en la propia carne.

En algún momento tras la muerte de Carla, la protagonista de "La memoria del alambre" cambió su valentía juvenil y la música pop de las discotecas valencianas por un repertorio anodino, formado por las canciones siempre repetitivas de Bisbal, Enrique Iglesias, Melendi, Bustamante y Carlos Baute, entre otros. Ahora dedica su vida a cantar junto a una orquesta en verbenas y fiestas por pueblos de toda España, en rincones alejados y completamente antagónicos a su cosmopolita Valencia natal. De pronto, sin embargo, la protagonista se ve obligada a emprender un duro ejercicio retrospectivo, forzada por un email inesperado en el que la madre de Carla se interesa por lo que llevaba su hija en los bolsillos en el momento de su muerte.

Los dos tiempos, presente y pasado, empiezan a fundirse en una investigación que ahonda en los sucesos ocurridos veinticinco años atrás, cuando la vida y sus promesas aún no habían empezado a marchitarse. A lo largo de su relato, y en paralelo a la búsqueda de respuestas, la narradora va adquiriendo un mayor conocimiento no sólo de su amiga y de su juventud, sino también de sí misma. Al final, conocer la verdad sobre el trágico desenlace de Carla significará también conocerse mejor a sí misma y a todos esos fantasmas que ha silenciado con su errática vida.

Música y memoria se dan la mano en "La memoria del alambre", una magnífica novela de aprendizaje en la que la muerte de una vieja amiga se asocia con el final de la música. Un gran acierto por parte de Tusquets recuperar esta segunda novela de Bárbara Blasco, publicada en otro sello editorial antes de que la autora se alzase con el Premio Tusquets Editores de Novela 2020 por "Dicen los síntomas".

Darío Luque