El peso de Dios

Opinión:

Al igual que en la serie homónima, esta obra no es apta para beatos católicos, porque es un terremoto de mundanidad vaticana.

Sorrentino despoja de santidad a ese cerrado mundo, convirtiendo a sus protagonistas en mortales más o menos extraños, en constante duda, contradicción, maniobra y conspiración. En un espacio gobernado por reglas ajenas al funcionamiento del mundo, a pesar de estar poblado por personas radicalmente humanas, pero dominadas por una distorsionada percepción de la realidad, salvo cuando del poder y de las pasiones se trata.

En una Iglesia sometida al debate de su virtualidad terrenal, en su lenta erosión protagónica, sometida a los vaivenes de sus corrientes polarizadas de visiones ideologizadas, como en cualquier otra institución humana, pero a la que Sorrentino magistralmente sorprende con una inesperada y provocadora ruptura de su devenir histórico.

Con poderosos personajes que abren en canal debates que eternamente sobrevuelan la institución, como la homosexualidad, la pedofilia, la fe, la riqueza, el poder, el deseo, las miserias humanas, sobre todo el peso de un pasado que condiciona su manera de interpretar la realidad, que obstinadamente se desliza en las decisiones que afectan a millones de creyentes en el mundo.

Qué gran creador de personajes es Sorrentino, como ese Secretario de Estado Voiello, escurridizo, inteligente, pragmático, poderoso, enamoradizo, maestro en el manejo de las pasiones y miserias humanas, protector, vulnerable en su condición de tifosi del Nápoles.

Sorrentino desnuda esa privilegiada comunicación directa con Dios, de sus representantes en la Tierra, descubriendo la compleja naturaleza de esa singular y privilegiada relación, al mismo tiempo inhumana y telúrica.

En un tiempo en el que han cambiado las reglas de la comunicación y el mensaje, por las redes sociales, la globalización, los medios audiovisuales, que se imponen hasta en tan venerable institución, siempre refractaria al cambio salvo que sea imprescindible. La misma que ve cómo sus cimientos cimbrean con un joven Papa que propone vivir al margen de la inveterada inercia, en plena coherencia en su condición de producto de su propia época, aunque se desenvuelva incómodo por el peso de sus orígenes.

Un resultado generacional que bebe en fuentes confusas, diseñadas por un nuevo poder en el que reinan nuevos dioses del cartón piedra del marketing, y ante el que la Iglesia debe preguntarse por la posibilidad de reinventarse o regresar al cauce del que nunca debió de alejarse, porque parece condenada a una irrelevancia sólo aliviada por unos fieles entregados.

Sorrentino abre en canal ese extraordinario dilema, más histórico que político, aunque él mismo señala en su brillante Prefacio de la obra que no le resulta claro el significado de su trabajo. Pero es evidente que su gran virtud es precisamente que no lo necesita, porque invita a la inteligencia del lector a obtener sus propias conclusiones.

Es tan poderosa la ficción que ha creado, sobre una de las instituciones más poderosas de la historia de la humanidad, que sería tan banal como poco eficaz pretender un mensaje claro, univoco, ejemplarizante, o con propuestas de ilusiones o principios de carácter moral, sociológico o político. No lo necesita, y Sorrentino lo evita, para beneficio intelectual de los lectores y el de la propia obra. No dejen de leer este pequeño universo sorrentino, porque es tan formidable como pedagógico de los tiempos convulsos que vivimos.

Jorge Riet