Félix J. Palma

Juego de palabras

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La desaparición (Un cuento de verano)

LA DESAPARICIÓN (UN CUENTO DE VERANO)

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Estaba tumbado en la arena, embadurnado hasta las cejas en crema protectora, factor, sintiendo cómo el mundo de la oficina se le difuminaba en la memoria hasta convertirse en un lugar tan improbable como Camelot o el Olimpo. En realidad, la playa no le gustaba demasiado, pero, ¿en qué otro sitio podía uno estar así, desmadejado en una toalla mientras el universo seguía su curso, escuchando el ajetreo de la multitud como si no fuera con él? Se encontraba en un estado de plenitud absoluta, en paz con el resto de seres vivos, por lo que se rindió al sueño que venía arrastrando desde el invierno sin reparar en que en ese mismo instante su hijo de tres años se le acercaba con el cubo y la pala.

Ese fue su error.

Cuando su mujer se puso a buscarlo, no lo encontró. Le preguntó al hijo, pero este era más diestro con la pala que con la lengua, por lo que no pudo sacar nada en claro. Durante el resto de la tarde, los altavoces exigieron una y otra vez que el desaparecido se presentara en el puesto de guardia, pero no tuvieron ningún éxito. Al caer la tarde, frente al espectáculo del sol tiñendo de azafrán las aguas, su mujer aceptó lo que ya sospechaba: mientras leía el Hola, su cónyuge se habría fugado con la amante que ella creía que tenía desde que adjudicaba a una lagarta pelirroja los pelos que el cocker zalamero del vecino perdía en las chaquetas de su marido.

Aquel verano pronto se desflecó en el otoño, y el otoño dejó paso al invierno, y así, sin hacer excesivo ruido, la rueca del tiempo continuó girando, sumando años al mundo. Y él seguía durmiendo enterrado bajo la arena, cual animalito en su madriguera, ajeno al discurrir de los días, al inexorable relevo de las estaciones. Hasta que muchos años después, lo despertó un repentino pinchazo. Era la sombrilla que alguien insistía en clavar en la arena. Con la lógica desorientación de quien despierta de una siesta larguísima, el hombre se entregó a la búsqueda de su familia, para descubrir que su cabezadita le había costado cara: sin su tutela, el hijo se le había descarriado, convirtiéndose justamente en el adolescente díscolo que siempre evitó que fuera, y su mujer había empezado una nueva vida con uno de sus vecinos, el dueño del cocker coñazo, quien se la pegaba sin problemas con una lagarta pelirroja.

En vista del panorama, el hombre regresó a la playa. Aquel lugar se mantenía igual, inmune a los vaivenes del tiempo. Y, ante un crepúsculo memorable, empezó a enterrarse los pies, dispuesto a entregarse de nuevo al sueño. Lo alentaba la esperanza de que, esta vez, lo despertara su mujer, a ser posible sin clavarle una sombrilla en ninguna parte, y que su hijo no se hubiese movido de la orilla, donde construía su castillo, sin el menor interés en enterrar a un padre que hacía mucho que había decidido enterrarse él solo, borrase de sus vidas pasando casi todo el día en la oficina, lejos de ellos, desaparecido de verdad.

Félix J. Palma 

 

 

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Adiós, Marcelo. Un microrrelato

ADIOS, MARCELO. UN MICRORRELATO

 Félix J. Palma

 

Dado que todo el mundo me considera el mejor amigo del célebre actor Marcelo Feltrinelli, a nadie le extrañará que me hayan encargado esta nota póstuma. Pero estoy seguro de que les sorprenderá oír que desde hace exactamente diez Micro -hollywoodaños yo ya sabía que Feltrinelli acabaría suicidándose en la ceremonia de los Oscar, tras haber recibido una estatuilla honorífica a toda su carrera. Sabía incluso que lo haría ingiriendo cianuro, después de dedicar un brindis a la platea. Y lo sabía mucho antes de que él mismo sospechara que acabaría matándose, en directo y con smoking.

Podía intervenir el azar, por supuesto, y lograr con su mano de nieve que Marcelo descarrilara de la vía que lo conducía lentamente hacia su destino. Pero en las obras de ficción los hechos azarosos nunca son bienvenidos, y la vida de Marcelo hacía mucho que se había convertido en una ficción gracias a mí.

Cuando Marcelo y yo nos conocimos a finales de los setenta los dos éramos un par de don nadies. Él era un actor emigrado que daba tumbos por los escenarios más cochambrosos de Nueva York en busca del papel de su vida y yo un aspirante a director que había conseguido un presupuesto irrisorio para financiar su primera película. Por decirlo de forma poética: éramos como esos elementos que al mezclarse por accidente dan como resultado un precipitado inesperado destinado a revolucionar el mundo. Cuando acepté que aquel muchacho flaco y anguloso, como tallado a navaja, fuese el protagonista de mi película, no estaba sino haciendo historia. El éxito de nuestra película fue desmesurado e inauguró una colaboración profesional que duró trece años, arrojando un saldo de nueve filmes, la mayoría premiados en alguna parte, victoreado en algún festival, hasta que Marcelo decidió abandonar el cine para vivir su propia vida. Nadie, ni siquiera yo, entendió por qué se retiraba en la cima de su Micro -hollywood2carrera, pero lo hizo. Cosa de genios, me dije, como si con esa frase tan insatisfactoria pretendiera archivar el asunto.

Tres meses después, sin embargo, se presentó en mi casa. Yo me encontraba en el jardín, y lo contemplé bordear la piscina como un sonámbulo. Fiel a su carácter, me expuso el problema sin rodeos. Había interpretado con éxito todos los papeles imaginables: había quemado Roma, le habían amputado una pierna en un sucio hospital de campaña, había repelido él solo una invasión alienígena, había muerto en la cruz. Pero no sabía interpretarse a sí mismo. Carecía de imaginación. "Dirige mi vida", me suplicó mirándome a los ojos. Los dos sabíamos que aceptaría: siento debilidad por los desafíos. Firmé un contrato de diez años, y durante ese tiempo, no sólo le diseñé una vida de película, excesiva e intensa, sino que lo sobredimensioné como personaje, le di matices. Marcelo, por su parte, realizó la mejor interpretación de su vida. Ya no había cámaras, pero los periódicos se encargaron de inmortalizar las escenas más memorables, como cuando empotró su deportivo contra aquella fuente, acompañado por dos putas enanas. Cuando le entregué el frasquito de cianuro -lo único que podía burlar la seguridad del Teatro Kodak-, incluso sonrió ante lo acertado del colofón: la vejez de un astro puede ser plácida, pero nunca es digna. Mejor retirarse a tiempo.

Desgraciadamente, cuando todo esto se sepa, lo que yo recibiré por mi extraordinario trabajo no será el Oscar a la Mejor Dirección, ¿no creen?

Félix J. Palma 

 

 

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La mujer fantasma. Un microrrelato

LA MUJER FANTASMA. UN MICRORRELATO

 Félix J. Palma

 

Tengo un amigo que guarda en su armario una mujer fantasma. La otras, las de carne y hueso, no se le dan mal, y por su piso de soltero impenitente desfila desde hace años un ejército de mujeres de todo tipo: altas y bajas, rubias y morenas, melancólicas y risueñas, impetuosas y lánguidas, ágiles y torpes. Algunas tienen aspecto de guerreras de la noche y otras de bibliotecarias timoratas, unas pregonan su goce con chillidos exaltados que retumban en las paredes del dormitorio, y otras viven su disfrute en un místico recogimiento. Unas arañan como fieras y otras acarician como si te untaran el cuerpo de mermelada. Pero ninguna de ellas logra dejar más huella en su vida que su silueta acuñada en el colchón. Eso sí, no se sabe si por despiste o como ofrenda, dejan una prenda en su casa. Mi amigo las descubre a la mañana siguiente, disimuladas entras las sábanas, abandonadas en el sofá o tiradas en mitad del pasillo, dependiendo de donde comenzara el ritual del cortejo o les acorralara la pasión. Y las va amontonando en el armario por si algún día sus dueñas vienen a reclamarlas.

Sin saberlo, esas mujeres trabajan en un proyecto común, pues en la oscuridad del armario fermenta despacio una mujer fantasma, construida con sus prendas olvidadas. A veces, mi amigo saca esa colecta de pertenencias huérfanas y las Mujerfantasmadistribuye sobre la cama: el jersey verde, el pañuelo estampado, las medias negras, los pendientes, incluso el estridente paraguas amarillo de alguna que debió de mojarse de vuelta a casa. Sabe que hay prendas que jamás conseguirá a menos que opte por robárselas, pero las que posee son suficientes para dar pie a su imaginación, y no le cuesta dibujarla sobre la colcha. Son los puntos cardinales que delimitan un cuerpo nunca visto ni acariciado, un cuerpo inexistente que existe solo para él. Y no deja de sorprenderle a mi amigo que las prendas encajen unas con otras sin estridencias, como si todas pertenecieran a una misma mujer. Incluso le ha puesto nombre a esa mujer hecha con retazos de otras muchas cuyos nombres ya ha olvidado, si es que alguna vez los retuvo. A veces, me pregunto si no escogerá a sus conquistas dependiendo de la ropa que lleven, de los accesorios que puedan extraviar en su casa, si no deambulará por los bares y las discotecas como un ropavejero, en busca de ese cinturón, de esa pulsera que la mujer fantasma le reclama sin palabras.

La última vez que estuve en su casa, contemplando cómo miraba las prendas dispuestas sobre la cama, comprendí que mi amigo, que nunca se enamora, se estaba enamorando de la mujer fantasma, de esa mujer que andaba construyendo con infinita paciencia, hecha de migajas de otras muchas, de las partes que más le gustaron de esos cuerpos que no quiso amar en su totalidad. Para consolarlo le dije que no se preocupara, que quien más o quien menos hacemos lo mismo: todos vamos construyendo sin saberlo un amor fantasma, hecho con piezas rescatadas de amores pasados o simplemente tomadas de personas que conocemos, un amor con lo mejor de cada casa. Él sonrió ante mis palabras y me dijo que ya lo sabía, pues tras la huida de su última conquista, echaba en falta un calcetín.

 

Félix J. Palma

 

 

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