Félix J. Palma

Juego de palabras

Mientras escribo

MIENTRAS ESCRIBO

Félix J. Palma

 

La vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo planes. No recuerdo dónde oí esa frase por primera vez. Puede que en una película o quizás en alguna serie, pero lo cierto es que desde entonces no he dejado de oírla en sus múltiples variantes, ya sean divertidas, líricas e incluso publicitarias. Ahora, Google mediante, es fácil descubrir que la frase pertenece nada menos que al mítico John Lennon, que la disimuló entre otras muchas en la canción Beautiful boy, del album Double Fantasy, el último trabajo del cantante antes de que Chapman le metiera los cinco tiros que el destino le tenía reservado, desbaratando para siempre todos sus planes. Pero la frase me encantó cuando la oí, y todavía hoy me sigue pareciendo una de esas frases ante cuya bella lucidez hemos de quitarnos el sombrero, una muestra de la genial e irónica clarividencia del Beatle. Y dado que los escritores más que planes hacemos novelas, más de una vez me he sorprendido pensando que la vida es lo que me sucede mientras escribo una novela.

 

Felix -mientras -escribo

 

Cuando en las entrevistas me preguntan qué diferencia hay entre escribir una novela o un cuento, suelo recurrir a la respuesta clásica, contraponiendo las características de ambos géneros: que si en el cuento prima la intensidad frente al pulso sostenido y sereno de la novela; que si el cuento no tolera elementos superfluos mientras que la novela es una especie de abeto navideño cuyas ramas acogen impasibles cualquier adorno; que si en el cuento lo importante es el principio y el final mientras que en la novela lo que realmente interesa es el nudo; y cosas por el estilo. Cuando en realidad, lo que me gustaría responder sería que la gran diferencia entre escribir una novela y un cuento es que durante la escritura de la primera la vida pasa, y durante la escritura del segundo, no. Porque, ¿cuánto podemos tardar es escribir un relato? ¿Diez, quince días? ¿Veinte como mucho? ¿Qué puede sucedernos durante ese periodo tan breve? Generalmente nada. En cambio, el tiempo que empleamos en la escritura de una novela es como mínimo de un año, dos si es más extensa de lo habitual, y mucho más si es una de esas novelas cuya escritura vamos alternando con otras cosas, una de esas novelas que uno arrastra por la vida como una maldición o una enfermedad crónica, que vamos escribiendo a plazos, por temporadas, con la incómoda sensación de que quizás nunca encontraremos su tono, de que nunca lograremos darle la idealizada forma que tenemos en mente. Pero pongamos que no nos referimos a nuestra inalcanzable ballena blanca, si no a una novela en cuya escritura tardamos un año. ¿Cuántas cosas pueden sucedernos en un año? Muchas. En un año puede pasarnos de todo. Nuestra vida puede cambiar en un año, volverse del revés, ponerse patas arriba. Y aunque no sufra ningún cataclismo de esa magnitud, inevitablemente padecerá pequeños seísmos más o menos inofensivos, pero que irán cincelando discretamente la figura de lo que vamos siendo, por mucho que nunca quedemos fijados en nada, porque la transición, la continua revisitación de uno mismo, es el estado natural del hombre.

 

Felix -mientras -escribo2

 

Supongo que por eso nos da tanto miedo embarcarnos en una novela, porque sabemos que desde que nos echemos a la mar, desde que la primera palabra arraigue en el blanco del papel, nuestra vida, o al menos nuestro próximo año de vida, se verá inevitablemente enrarecido por una obsesión. Sí, durante ese periodo el orden de nuestras prioridades se verá profundamente alterado. Todo cuanto nos suceda, nos sucederá mientras pensamos en otra cosa, mientras una gran parte de nuestra mente está ocupada por una trama que cada día amenaza con desflecarse, por unos personajes que hay que insuflar de vida, por cientos de párrafos que hemos de reparar. Será como ver el mundo a través de un velo. Y cualquier suceso, por insignificante que sea, intentará calar en nuestro proyecto, el cual tendremos que impermeabilizar para evitar filtraciones indeseadas. Ocurrirá, por ejemplo, que volveremos del entierro de un ser querido para reanudar la escritura de una escena cómica, o que nos abandonarán en mitad de una reflexión que pretende ser un tributo al amor, eso en lo que de repente hemos dejado de creer, y cientos de ejemplos más que cada escritor habrá vivido y que habrán otorgado a sus novelas una intrahistoria. De modo que, cuando la novela en cuestión sea publicada, el lector pasará sus páginas sin ver otra cosa que un conjunto de escenas, diálogos y acciones engarzadas con mayor o menor gracia, pero su autor verá el argumento de su propia vida. El primer capítulo le recordará el nacimiento de su sobrino, el cuarto la boda de su mejor amigo, el quinto su fugaz paso por un gimnasio, el octavo la tendinitis que tuvo que tratarse durante todo un mes, y el décimo le hará rememorar aquella semana en la que el malévolo panel solar que descansaba sobre el techo de la buhardilla en la que escribía comenzó a destilar una gotera secreta que acabó cerniendo una mancha de humedad sobre su cabeza. Descubrirá, quizás con sorpresa, que a pesar de no haber tenido nunca la paciencia necesaria para llevar un diario, ciertos años de su vida han quedado para siempre cifrados en sus novelas. Da vértigo pensar en lo que sentiría Tolstoi al pasar las páginas de Guerra y Paz, o en los fantasmas a los que Víctor Hugo tendría que enfrentarse mientras en la epidermis de su novela Valjean padecía la batalla de Waterloo y decidía adoptar a Cosette.

Cada novela tiene, en fin, dos argumentos, uno público y otro privado. Porque mientras escribe novelas, uno vive. Es algo que no puede evitar.

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

Hablar solos

 

HABLAR SOLOS

Félix J. Palma

 

Hay novelas que son una melodía, una herida, una atmósfera. Que dejan un malestar. Hay novelas que son la voz de su autor susurrando. Se lo imagina uno brotando de una radio en la soledad de la madrugada, escribiendo en la negrura de una habitación como una pluma de cisne. Los personajes se confiesan a través de él. Poseen su carne, su alma, todo.

Tras el titánico esfuerzo que le supuso "El viajero del siglo", una ambiciosa novela cuyas bondades la harán perdurar en la historia de la literatura, Andrés Neuman aborda ahora una novela breve, intimista, delicada. Una trenza de silencios crueles.

Tres miembros de una familia unen sus voces en un coro ensimismado. Mario, el falso protagonista, un enfermo terminal que acude hacia su anunciada muerte en camión, tejiendo sus frustraciones en un monólogo crepuscular. Lito, su hijo de diez años, la inocencia hecha carne, cuya mirada impregna de magia las páginas, a modo de respiraderos entre tanta Andres -neumangrisura cotidiana. Y Elena, felizmente culpable, cuya voz Neuman deja que acabe devorando la novela por derecho propio. Los tres componen un triángulo de dolor alrededor de la enfermedad. Uno la sufre, otro la intuye, y otro la oculta.

"Hablar solos" es una novela sobre la enfermedad que nos enferma. Sobre cómo la enfermedad deforma la vida de quien la padece, sobre cómo cala en quien la ve tronchar al ser querido, sobre cómo roe el futuro de todos. Una obra para subrayar, para saborear, para dejar que nos empapen sus reflexiones, las de Neuman y las de otros autores, pues en un recurso atinado, el escritor argentino-granadino sazona su texto con las opiniones de otros escritores que han inventariado la enfermedad.

 

Una novela que remueve por dentro, que te cambia de sitio algunas certezas. Una novela que hay que leer, que hay que padecer.

 

Félix J. Palma 

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor  

La mujer fantasma. Un microrrelato

LA MUJER FANTASMA. UN MICRORRELATO

 Félix J. Palma

 

Tengo un amigo que guarda en su armario una mujer fantasma. La otras, las de carne y hueso, no se le dan mal, y por su piso de soltero impenitente desfila desde hace años un ejército de mujeres de todo tipo: altas y bajas, rubias y morenas, melancólicas y risueñas, impetuosas y lánguidas, ágiles y torpes. Algunas tienen aspecto de guerreras de la noche y otras de bibliotecarias timoratas, unas pregonan su goce con chillidos exaltados que retumban en las paredes del dormitorio, y otras viven su disfrute en un místico recogimiento. Unas arañan como fieras y otras acarician como si te untaran el cuerpo de mermelada. Pero ninguna de ellas logra dejar más huella en su vida que su silueta acuñada en el colchón. Eso sí, no se sabe si por despiste o como ofrenda, dejan una prenda en su casa. Mi amigo las descubre a la mañana siguiente, disimuladas entras las sábanas, abandonadas en el sofá o tiradas en mitad del pasillo, dependiendo de donde comenzara el ritual del cortejo o les acorralara la pasión. Y las va amontonando en el armario por si algún día sus dueñas vienen a reclamarlas.

Sin saberlo, esas mujeres trabajan en un proyecto común, pues en la oscuridad del armario fermenta despacio una mujer fantasma, construida con sus prendas olvidadas. A veces, mi amigo saca esa colecta de pertenencias huérfanas y las Mujerfantasmadistribuye sobre la cama: el jersey verde, el pañuelo estampado, las medias negras, los pendientes, incluso el estridente paraguas amarillo de alguna que debió de mojarse de vuelta a casa. Sabe que hay prendas que jamás conseguirá a menos que opte por robárselas, pero las que posee son suficientes para dar pie a su imaginación, y no le cuesta dibujarla sobre la colcha. Son los puntos cardinales que delimitan un cuerpo nunca visto ni acariciado, un cuerpo inexistente que existe solo para él. Y no deja de sorprenderle a mi amigo que las prendas encajen unas con otras sin estridencias, como si todas pertenecieran a una misma mujer. Incluso le ha puesto nombre a esa mujer hecha con retazos de otras muchas cuyos nombres ya ha olvidado, si es que alguna vez los retuvo. A veces, me pregunto si no escogerá a sus conquistas dependiendo de la ropa que lleven, de los accesorios que puedan extraviar en su casa, si no deambulará por los bares y las discotecas como un ropavejero, en busca de ese cinturón, de esa pulsera que la mujer fantasma le reclama sin palabras.

La última vez que estuve en su casa, contemplando cómo miraba las prendas dispuestas sobre la cama, comprendí que mi amigo, que nunca se enamora, se estaba enamorando de la mujer fantasma, de esa mujer que andaba construyendo con infinita paciencia, hecha de migajas de otras muchas, de las partes que más le gustaron de esos cuerpos que no quiso amar en su totalidad. Para consolarlo le dije que no se preocupara, que quien más o quien menos hacemos lo mismo: todos vamos construyendo sin saberlo un amor fantasma, hecho con piezas rescatadas de amores pasados o simplemente tomadas de personas que conocemos, un amor con lo mejor de cada casa. Él sonrió ante mis palabras y me dijo que ya lo sabía, pues tras la huida de su última conquista, echaba en falta un calcetín.

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor

Ópera Magna

ÓPERA MAGNA 

Félix J. Palma

 

Permitidme que empiece con una confesión: durante aproximadamente diez años, estuve viviendo del cuento. Y sin necesidad de hacer ningún montaje con la Esteban. Me estoy refiriendo a los certámenes de cuento, por supuesto, que en nuestro país son muchos, o lo eran en los tiempos anteriores a esta crisis del demonio, que entre otros males, ha rebajado sustancialmente las dotaciones de la mayoría de premios literarios o directamente los ha aniquilado. Pero antes de que Premioscayera sobre nosotros la lima de los recortes, en los felices noventa existían en España cerca de dos mil certámenes literarios que repartían la friolera de mil millones de las antiguas pesetas. Cualquier ayuntamiento, institución, cofradía o peña poseía su concurso de relatos o sus justas poéticas, con las que barnizaban de cultura sus fiestas municipales, divulgaban el nombre del escritor local o sencillamente publicitaban las bondades del pueblo.

Evidentemente, entre los propósitos de estos certámenes no estaba ni está el de permitir a quienes tienen cierta destreza con la pluma poder vivir de ellos hasta lograr publicar en alguna editorial, pero lo hacen. El curioso mundo de los certámenes de provincia, que discurre calladamente junto al mundo editorial, tan impermeable al relato, permite a muchos escritores primerizos becarse la escritura, por decirlo de algún modo. A mí, como he dicho antes, me permitieron comer hasta que logré arribar a los escaparates de las librerías, al igual que a muchos de los amigos que fui conociendo en aquellos años de escritura casi clandestina. Todos hacíamos lo mismo: con recogida dedicación y una incombustible fe en nuestro talento, nos esforzábamos en calzar nuestras historias en las doce páginas estipuladas, ideábamos tramas sobre el ferrocarril, la gastronomía, el medio ambiente, el mar o la Sierra de Segura -porque en los concursos temáticos había menos competencia-, hacíamos cola en Correos emboscados tras docenas de sobres, y luego, cuando sonaba la flauta, recorríamos España en pos de una placa o diploma con nuestro apellido equivocado, y si había suerte, volvíamos también con un talón que nos eximiera de tener que consultar la cuenta corriente Opera Magnaesperando el anhelado ingreso, al que bastaba un baile de concejales para demorarse desesperantemente o incluso no producirse

Y era aquel un mundo tan fotogénico, tan rebosante de anécdotas, de leyendas entre delirantes y casposas, que inevitablemente acabábamos hablando de escribir alguna novela centrada en él. Una novela que captara la idiosincrasia de un mundo que intuíamos terriblemente exótico para los de fuera. Con un amigo, incluso llegué a esbozar una historia en la que un restaurante organizaba un premio de cuento gastronómico para escritores con sobrepeso con el único fin de comerse al premiado. Pero en el fondo, todos sabíamos que, para quien no se hubiese zambullido nunca en ese curioso mundo, sería una novela aburrida y carente de atractivo, pudiera ser que incluso llena de escenas inverosímiles.

Bien, todos nos equivocamos. Novelizar ese mundo es posible. El escritor Vicente Marco, que también ha fondeado en las turbias aguas de los premios de pueblo, lo ha hecho. Y lo ha hecho de manera magistral. Consciente tal vez de lo poco interesante que le resultaría al profano, no se ha limitado a retratar dicho mundillo, sino que lo ha trascendido, usándolo como estribo para auparse a una historia de amistades peligrosas. El resultado es una novela que se lee en un par de tardes, gracias a una historia cautivadora sembrada de vueltas de tuerca y a una escritura minimalista, punzante, rápida. Yo la devoré entre el regocijo y la envidia, fascinado de tener entre las manos un mecanismo de relojería donde cada pieza encajaba en su lugar exacto. "Ópera Magna", que así se llama la obra, ha sido merecedora del último Premio Jaén de Novela, y no debería pasar desapercibida entre la hojarasca de publicaciones que cubren las mesas de las librerías. Además, el escritor valenciano la dedica a sus compañeros de fatigas, es decir, a quienes como yo, nos hemos mantenido a flote gracias a los premios literarios. En palabras del propio Marco:  "a todos aquellos escritores cuya magnífica literatura nace y muere en los concursos y certámenes".

 

Félix J. Palma

 

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor

El juego vuelve

 

Cada vez que escucho a alguien despotricar sobre las redes sociales me acuerdo de la gente que hace unos años despotricaba sobre los móviles, y vuelvo a pensar lo mismo: que nada es bueno ni malo, sino que todo depende del uso que hagamos de ello. Para mí, las redes sociales han sido un regalo inesperado, pues me permiten mantener contacto regular con mis lectores e incluso ponerles rostro (o a su superhéroe favorito, dependiendo la de foto que ilustre su perfil). Antes dicho contacto casi no existía, reduciéndose a los encuentros atropellados y fugaces de las firmas de libros. Por eso creo que para los escritores, e imagino que para otros gremios dedicados al arte, inventos como Facebook o Twitter son algo enriquecedor. Pero no es el único regalo que nos ha dado internet. Están también los foros literarios, donde nuestros anónimos lectores hablan de nuestros libros. Ah, lo foros. ¿Qué escritor ha podido resistirse a la tentación de infiltrarse en uno de esos sitios para descubrir qué opinan de su trabajo? Yo lo hago con frecuencia. Me meto en uno de esos foros y asisto como mudo y fascinado testigo a la disección que un grupo de lectores, armados con el descarnado bisturí de la sinceridad, hace de mis novelas o mis cuentos, y tomo nota mental de lo que les gusta y de lo que no. Descubro, en fin, los aciertos y errores de un trabajo en el que uno pone lo mejor de sí mismo guiado únicamente por la brújula de su intuición. Mientras diseñaba la tercera parte de mi trilogía victoriana, por ejemplo, me dejé caer por muchos foros, atento a las opiniones de mis lectores sobre cómo podrían continuar las aventuras de Wells, Murray y Cía.

 

Sherlock

 

He pensado en todo esto al ver el primer episodio de la tercera temporada de Sherlock. Como la mayoría sabéis -y si no, no sigáis leyendo, pues se avecina una avalancha de spoilers-, Moffat y Gatiss, los artífices de la serie, acabaron la segunda temporada con un cliffhanger memorable, de esos que parecen imposibles de continuarse: Sherlock saltaba al vacío desde el tejado de un edificio y se estampaba contra el suelo ante los atónitos ojos de Watson. "No apartes la vista de mí", le decía antes de saltar y descender hacia el suelo con el icónico abrigo hondeando al viento como una capa.

 

En la novela Misery, Stephen King reflexionaba sobre los distintos modos de salvar un cliffhanger. Paul Sheldon, el escritor protagonista, debía revivir a la heroína Misery si no quería que su trastornada enfermera le rompiera algo más que los tobillos, y en tan peliagudo trance, recordaba un juego con el que entretenía los veranos de su infancia. Se llamaba "¿Puedes?", y en él quince o veinte chiquillos se sentaban en círculo alrededor de un monitor, que comenzaba una historia hasta dejar al personaje en una situación extrema, para que uno de los chavales lo sacara de allí usando su ingenio. Y solo había dos maneras de lograrlo: haciendo trampas, es decir, colocando más lejos el tren que estaba a punto de atropellar a la chica, para que esta pudiese desatarse en el último segundo, o decepcionando a la audiencia con una resolución cogida por los pelos, pues hay situaciones que no pueden resolverse sin defraudar nuestras expectativas.

 

Sherlock2

 

En el episodio La caída de Reichenbach, el guionista del equipo de Moffat colocó a Sherlock en una de ellas, remedando el final de La solución final, el relato de Arthur Conan Doyle de 1893 en el que se inspira. En ese cuento, harto de la asfixiante popularidad que había logrado su creación, impidiéndole escribir obras más importantes, Doyle se deshizo de ella arrojándola a las cataratas Reichenbach, que había visitado en un reciente viaje a Suiza. Con semejante final, no es de extrañar que mientras se rodaba la tercera temporada, los fans de la serie se dedicaran a tejer toda suerte de teorías sobre cómo Sherlock había burlado a la muerte. Medio planeta se puso a jugar al "¿Puedes?" de King en los foros de internet, pues la manera en que el arrepentido Doyle había rescatado de la muerte al famoso detective no servía ahora. Repasaron una y mil veces el final del episodio, atentos a todas las pistas que Moffat aparentemente había camuflado en el tramo final: el ciclista, los médicos, el puesto de ambulancia… porque sin duda cada una de ellas tenía una función, estaba ahí por algo.

¿Y qué solución nos ha dado Moffat en El coche fúnebre vacío? Todas y ninguna. Consciente también él de que cualquier solución sería tramposa o decepcionante -¿un cable atado a la cintura que no había estado ahí? ¿un hipnotizador? ¿el cadáver de Moriarty con una máscara? ¿un colchón hinchable en el suelo? ¿una pelotita de squash que le roba momentáneamente el pulso?-, ha preferido no dar ninguna, rehusar su papel de demiurgo que todo lo puede, y nos ha regalado un auténtico festival de especulaciones, enhebrando en un episodio de montaje frenético todas las teorías que han circulado por internet durante el tiempo de espera. Se lo imagina uno fisgoneando en los foros, recopilando las decenas de conjeturas, las coherentes y las disparatadas, como quien recoge la cosecha, para mostrarlas luego de boca de los distintos personajes. El coche fúnebre vacío es, por tanto, un episodio que no solo está guionizado por su equipo, sino también por todos los fans de la serie. Otro de los milagros que permite internet.

  

Félix J. Palma 

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

Noche de Reyes

NOCHE DE REYES

 

Félix J. Palma

 

(Atención spoilers)

De pequeños, mi padre se esforzó tanto en que creyésemos en la existencia de los Reyes Magos que un año hasta los invitó a cenar. Llegaron después de la cabalgata, tocados con coronas y turbantes repujados de pedrería, haciendo tremolar sus mantos de armiño y sus barbas blancas, arando la alfombra del salón con sus babuchas de puntera rizada. Aparte de varios platos de jamón, queso y aceitunas, mi padre había dispuesto para ellos tres sillas, y allí se sentaron los magos tratando de no arrugarse las capas. Por aquel entonces, yo debía rondar los ocho o nueve años, y los recuerdos que tengo de aquella noche son bastante borrosos, pero hubo un detalle que se grabó en mi mente para siempre: en cierto momento de la velada, el rey Melchor se desentendió de la conversación sobre los juguetes que nos traían, contempló su
copa de manzanilla con aire melancólico, y me confesó: "En nuestro país el vino es azul".

Aquella información lanzada al desgaire despertó en mí el sentido de la maravilla. Azul, como el mar, como el vestido de la muñeca. En su país el vino era azul. Hasta entonces, yo había oído que los Reyes Magos venían del lejano Oriente, un lugar
Reyesmagospara mí desconocido que ni siquiera sabía cómo imaginar, pero con esa sencilla frase, el rey Melchor me invitaba a hacerlo. Aquellas palabras apenas susurradas a través de la fronda de la barba, me hicieron vislumbrar un país que no se semejaba a ninguno de los que existían en nuestros mapas, sino que más parecía encontrarse en otra dimensión o en otro planeta, porque si el vino era azul, las frutas bien podían ser cuadradas, los animales podían hablar y las ciudades podían estar construidas en cristal, de manera que nadie pudiese guardar secretos.

Años después, cuando mis compañeros de colegio descubrieron que los Reyes Magos eran los padres, yo me enteré que los reyes eran los empleados de la tienda de mi padre, a los que aún no sé cómo convenció para realizar aquella pantomima para sus hijos. Pero eso no me asombró tanto como enterarme de que quien se disfrazó de Melchor fue aquel hombrecillo menudo y desteñido que atendía a los clientes con una cortesía funcionarial, usando siempre las mismas frases hechas e intercalando los mismos chascarrillos sin gracia en los mismos descosidos de la conversación. Era un hombre sin misterio, al que se le trasparentaba una existencia rutinaria y un poco sombría. Hoy todavía no sé si aquella frase iba dirigida a mí o a sí mismo. Unos años después, mi padre cerraría la tienda, y yo no volvería a ver más a aquel hombrecillo que una noche, mirando su copa de manzanilla, soñó con un mundo distinto al que conocía, donde el vino era azul, un mundo al que quizás le hubiese gustado huir con la intención de empezar de nuevo, de desprenderse como un animal de muda de esa vida monótona que lo asfixiaba. Quizás al verse vestido con aquel atuendo de fantasía, rodeado de niños boquiabiertos, quiso creerse su propia mentira, y decidió saltarse el guión, no limitarse a despacharnos con el consabido relato de la persecución en camello en pos de la estrella de oriente, sino construir un mundo imposible donde por unos minutos creyó que podría ser feliz, un lugar de cuento donde vivir mil aventuras, donde matar dragones y rescatar doncellas en vez de vender armarios.

Por eso ahora, cada vez que veo al concejal de turno arrojando caramelos desde alguna carroza, emboscado en su luenga barba de pega, no puedo evitar acordarme de aquel hombrecillo que me obsequió con el regalo de la imaginación, el único presente de todos cuantos recibí aquella noche que no acabó en alguna cuneta de mi adolescencia, como el coche teledirigido o el fuerte comanche. Un regalo que durará siempre. O al menos hasta que alguien me invite a una copa de vino del color del mar.

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

De caracoles y aliens

 

Una de las preguntas que más suelen hacernos a los escritores es: ¿por qué escribimos? Como si la razón se hallara en alguna escena sumamente reveladora de nuestra infancia o adolescencia, en algún suceso que nos marcó de tal modo que no nos dejó otro camino para realizarnos que el de la escritura. A veces, creo que los periodistas nos lo preguntan buscando un titular, invitándonos amablemente a que les contemos algún acontecimiento peliculero, algo moderadamente traumático que justifique lo que somos. Un suceso, en fin, que lo explique todo. Pero sospecho que no hay nada de eso. Los escritores no decidimos convertirnos en escritores de la noche a la mañana. No creo que lo hagamos espoleados por un hecho concreto, por un acontecimiento delimitado en el tiempo y que no hemos podido olvidar. Creo que más bien decidimos hacerlo sin darnos cuenta, por nacer con una cierta disposición a la introspección o al recogimiento que luego nuestras circunstancias vitales terminan puliendo. Es decir, nos hacemos escritores debido a un rosario de sucesos e impresiones desperdigadas por nuestra adolescencia, del que resulta muy difícil escoger una sola cuenta.

Sin embargo, hay escritores que tienen muy claro qué suceso les convirtió en escritores, sobre qué momento crucial de su juventud se sustenta su vocación, y otros que probablemente se lo hayan inventando para satisfacer a periodistas y lectores. Sea como fuere, hay motivos verdaderamente novelescos. Una amiga me contó una vez que ella escribía gracias a los caracoles. No se trataba de que los simpáticos moluscos le trasmitieran telepáticamente lo que tenía que escribir, o que se lo dictaran con sus vocecillas de cuento. Se debía a que una vez, siendo niña, su abuela la había llevado a recoger caracoles después de una tormenta. Tras la recolección, dejaron la bolsa de plástico en la mesa de la cocina y se fueron a hacer alguna otra cosa, pero cuando regresaron a la habitación descubrieron que los caracoles habían huido de su prisión de plástico en una fuga quieta. Y estaban por todas partes: por las paredes, por el suelo, por las puertas de los muebles, como incrustaciones de colores, una especie de pedrería fantástica que alguien había engastado en la realidad. Fue querer describir esa estampa tan onírica como atractiva lo que la convirtió en escritora.

 

Caracoles

 

Cuando me lo contó, no pude más que sentir envidia de que alguien pudiera concretar su destino de escritor con una imagen tan exacta. Yo, en cambio, no disponía de ninguna escena semejante con la que contentar a los periodistas. Mi abuela siempre había echado los caracoles a la olla enseguida, sin darle la oportunidad de diseñar sus bellas constelaciones sobre los azulejos de la cocina. Así que cuando me preguntaban por qué había decidido convertirme en escritor, yo solo podía ofrecer respuestas tan generales como sosas: que si la escritura era el único modo que tenía a mi alcance de contar una historia, que si nada me gustaba más que emocionar a otros con algo inventado por mí, y bla, bla, bla…

Pero hace unos días, encallado de nuevo en la pregunta de marras, decidí dejarme de vaguedades y contestar con algo concreto, con la imagen peliculera que el periodista me estaba implícitamente demandando. Así que hice memoria, me obligué a bucear en mi pasado para intentar encontrar la primera pista de que iba a convertirme en escritor de las muchas que debía de haber diseminadas por mi infancia. Y tropecé con un recuerdo que bien podía servirme. 

Yo tendría once o doce años. Por aquel entonces, mi padre realizaba un viaje anual a la capital por cuestiones de trabajo, y allí pasaba tres o cuatro días, tras los que volvía cargado de regalos. Siempre eran juguetes, pero una vez trajo algo que no se podía tocar: una historia. Había entrado en un cine y había visto una de esas película de estreno que por aquellos años no llegaban a nuestras salas de provincia, invadidas por los mamporros de Bruce Lee y las correrías libidinosas de Jaimito, hasta mucho tiempo después. Y le había entusiasmado tanto que no pudo resistirse a contárnosla con minuciosidad y emoción, como un trovador de los de antes. Era la historia de una nave de carga que, siguiendo una señal de auxilio, aterrizaba en un planeta donde descubría unos misteriosos huevos. Mientras la tripulación los estudiaba, uno de Alienellos liberaba una extraña criatura que se adhería como una macabra ventosa al casco de uno de los oficiales, para algunas escenas después provocarle la muerte surgiendo de su estómago en una estremecedora erupción de sangre y tripas. Y mientras mi padre contaba la cacería que tenía lugar a continuación por las tenebrosas entrañas del carguero, mi imaginación iba traduciéndolo todo en imágenes, incluido aquel bicho cuya sangre era ácido. Unos años después, gracias a la irrupción del video doméstico, pude ver al fin aquella película, pero pese a las fascinantes imágenes de Ridley Scott y los inquietantes diseños de H. R. Giger, siempre preferiré las escenas que transcurrieron en mi mente, exceptuando, claro, aquella en la que la suboficial Ripley se quedaba en ropa interior para ponerse el traje espacial, convirtiéndose de paso en uno de los mitos eróticos de los ochenta.

No sé si existirá en mi pasado un momento anterior a aquel que explique mejor lo que he acabado siendo, pero de momento no recuerdo ninguno más viejo. Así que no resultaría descabellado afirmar que me convertí en escritor aquel día en el que, metido en la cama, me pasé toda la noche tratando de inventar una historia tan emocionante como la que acababa de escuchar de labios de mi padre. Era como si la literatura se hubiera adherido a mi cara y navegara ya por mi interior, esperando el momento de irrumpir a través de mi pecho convertida en vocación.

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

Volviéndome bueno

 

Tras acabar mi última novela me he regalado el visionado de las cinco temporadas completas de Breaking Bad, la serie de moda. Hay algo excitante, diríase contra natura, en darse un atracón casi ininterrumpido con una serie cuyos capítulos se emitieron antes semanalmente. Te sientes poderoso, como si pudieras doblar el tiempo a tu antojo, haciendo un alto solo cuando te lo exige la fatiga mental o el entumecimento de los miembros. Ya no tienes que morderte las uñas mientras se rueda la siguiente temporada, ni exprimirte el cerebro para recordar los detalles olvidados. No, ya no tienes que hacer nada de eso. Si algo de bueno tiene no haber visto Breaking Bad cuando se estaba emitiendo y todo el mundo hablaba de ella, es sin duda la borrachera de emociones que provoca verla de un tirón. Y como no podía ser de otro modo, la he disfrutado como un enano. Pero sobre todo creo que he recibido una lección.

 

Cualquiera que busque artículos y reseñas en Internet sobre Breaking Bad encontrará montones de alabanzas, pues de esta serie, como del cerdo, se celebra todo: la magistral evolución de sus personajes -desde la lenta pero inevitable metamorfosis de Walter White en Heisenberg hasta el vía crucis fisicomental de Jessy-, los encuadres innovadores de las escenas, las set piece iniciales -impagable el narcocorrido-, las carambolas y situaciones extremas del guión, los empáticos paisajes de Alburquerque, incluso los colores de la ropa de los actores o la música escogida, como la canción Baby Blue de Badfinger que suena en la escena final, pervirtiendo su significado. Al contrario que muchas series que se agotan en sus primeras temporadas y luego empiezan a dar tumbos de un lado a otro, como desgraciadamente es el caso de la tercera temporada de Homeland -por no hablar de la malograda Heroes o la improvisada Lost-, Breaking Bad conocía su destino. Vince Gilligan -a quien tras este tour de force hay que colocar en el mismo podium que Steven Moffat, el creador del Sherlock de la BBC-  sabía dónde quería ir desde el principio, sabía hasta dónde podía malear a sus personajes, sabía cómo administrar la historia que había construido en su cabeza. Y lo hizo con mano maestra, con un ritmo cadencioso y milimétrico, haciendo que cada detalle reverberase en los capítulos siguientes, tejiendo una red de sutilezas alrededor del arco argumental como quien fabrica un hechizo. Un trabajo para quitarse el sombrero, o para ponerse el de Heisenberg, pues sin duda Gilligan nos ha regalado una de las mejores series que ha emitido la televisión en décadas.

 

Breakingbad 2-

 

Pero de sus infinitas bondades, a mí lo que más me ha gustado ha sido el modo en que Breaking Bad ha exprimido sus escenas, un verdadero taller sobre cómo escribir ficción, sobre cómo construir y hacer derivar a los personajes. Gilligan sabe lo que quiere contar, sabe en cada momento en qué tipo de escena debe desembocar la narración, pero en vez de ir directamente al grano, oh, maravilla, se recrea, hace florituras en el área antes de tirar a puerta, envuelve el núcleo dramático entre capas de comedia o absurdo. Gilligan nos enseña a no tener prisa, a sacarle todo el jugo a cada situación, a verla desde todos los ángulos posibles, o lo que es lo mismo, con los ojos de todos los personajes implicados en la escena. En fin, creo que mientras veía la serie y el gran Walter White iba volviéndose malo capítulo a capítulo, yo me iba volviendo mejor escritor. O eso espero. 

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

Besar con la mente

Hoy me acerco a este espacio para recomendaros un libro. Se trata de una novela que me ha entusiasmado tanto que no quisiera que ese entusiasmo se contagiara únicamente a las personas que habitan en el perímetro de mi vida, sobre todo porque mi mujer ya lo ha leído y el perro prefiere el ensayo. Me gustaría que se transmitiera mucho más allá, por todo el Felix -danielglattauerplaneta a ser posible, cual pandemia zombi, pues el libro lo merece.

 

Pero dejemos de hacernos los interesantes y desvelemos ya su título: se trata de la novela "Contra el viento del norte", del escritor austríaco Daniel Glattauer, uno de esos fenómenos editoriales de los que quienes vamos de lectores avezados solemos desconfiar. Reconozco que es una novela que jamás habría leído de no darse la feliz circunstancia de que las navidades pasadas el bueno de Santa consideró oportuno dejarme un Kindle en el calcetín de la chimenea. Hasta entonces yo era uno de esos escritores que en las entrevistas aseguraban que preferían el libro de papel al electrónico, para luego soltar un discurso sentimentaloide sobre el tacto, el aroma y demás sensaciones orgánicas que uno experimenta al acunar en las manos uno de esos libros de toda la vida. ¿Me ha hecho cambiar de opinión mi flamante Kindle? Mantengamos el misterio y dejemos la respuesta a esa pregunta para otro post. A donde quería llegar es a que el lector electrónico ofrece la posibilidad de descargarte una muestra de cualquier libro antes de comprarlo, un pequeño adelanto que suele contener tres o cuatro capítulos, los suficientes para saber si va a gustarte o no. Eso nos permite realizar el hojeo que uno lleva a cabo en las librerías tumbado cómodamente en el sofá en vez de estorbando en un pasillo del Fnac o El Corte Inglés. En resumen, leí aquella muestra con el presuntuoso alzamiento de cejas de quien no va a dejarse engañar por los parabienes publicitarios… y acabé adquiriendo el libro sencillamente porque tras leer aquel avance la posibilidad de no comprarlo había dejado de existir, se había desvanecido de todos los mundos paralelos en los que habito, reproducido hasta el infinito. Había quedado irremediablemente contagiado, y ahora no podía hacer otra cosa que ver cómo evolucionaba la historia de amor epistolar de Leo y Emmi.

 

Vaya por delante que este puñado de párrafos no pretenden ser una crítica al uso de la novela. Para eso me bastaría una sola línea: "Contra el viento del norte" es una magnífica novela, ya están tardando en leerla. No, esta entrada pretende explicar el porqué de ese entusiasmo que rara vez te provoca un libro, y cuyas razones a veces no tienen que ver tanto con la calidad intrínseca de la novela como con lo que su temática nos despierta por dentro. La novela de Glattauer narra algo muy habitual en los tiempos que corren, donde la tecnología permite que el amor eclosione de un modo muy distinto a como lo hacía en la época de nuestros padres: la relación que se establece entre dos personas que se enamoran por email. Hoy en día es difícil encontrar a alguien a quien no le haya pasado algo parecido, o que no conozca a algún amigo o compañero involucrado en un idilio electrónico. En la novela, Leo y Emi se tropiezan en el vasto océano del ciberespacio de forma casual, lo cual siempre nos resulta más fascinante porque tras lo fortuito tendemos a intuir la mano de nieve del destino, pero si hubiese sido un acto deliberado, si ambos se hubiesen encontrado en un chat, por ejemplo, el desarrollo de la historia no habría cambiado mucho. Lo importante es que, durante un largo tiempo, ambos se comunican sin saber cómo es el aspecto físico del otro -al principio, ni siquiera conocen la edad o las circunstancias de su vida-, y se enamoran usando lo único que tienen a su alcance: las palabras. Y ahí es a donde quería llegar. Ahí. Leo y Emmi no se conocen, nunca se han visto, pero desde los primeros email comprenden que han encontrado al amor de su vida, y lo saben por cómo escribe, por cómo el otro baraja las palabras hacinadas en el diccionario para apresar lo que siente en cada Felix -amor -internetmomento, hasta su matiz más recóndito. Comienza entonces un juego de seducción donde no cabe nada físico ni palpable, solo la ironía, la inteligencia, el humor, la astucia, el ingenio, la capacidad de reflexión, de conmover al otro, todo eso que solo puede transmitirse con la palabra, porque como Leo afirma en un momento de exaltación, "escribir es besar con la mente". Y una vez los personajes entablan su peculiar relación, esta empieza a atravesar las fases obligadas, que todo el que haya protagonizado un romance por internet sin duda reconocerá, como la mitificación del otro, de esa persona que no forma parte de nuestra vida y sin embargo, de repente, está ahí, envolviendo nuestra rutina como un aroma, convertida en un excitante misterio que nada puede mancillar porque no se roza contra lo cotidiano, alguien a quien sin quererlo empezamos a retrasmitir nuestra existencia, escondiendo bajo la alfombra los episodios más miserables y ofreciéndole los mejores como un tributo, alguien ante quien podemos dibujar nuestra vida como realmente nos gustaría que fuera, añadiéndole más emoción, limando sus imperfecciones, sublimándola.

 

Cuando uno acaba "Contra el viento del norte", después de haber sido privilegiado testigo del encantador y adictivo diálogo entre Leo y Emi, no puede evitar sentirse repentinamente solo. Y mucho menos puede evitar preguntarse, ante la sensación de veracidad que lo ha embargado mientras leía sus páginas, si realmente el tal Glattauer ha vivido algo semejante, o sencillamente es uno de esos escritores capaces de hacer magia, o lo que es lo mismo, de hacer literatura.

 

La novela tiene una segunda parte de hermoso título, "Cada siete olas". Al principio, pensé en no leerla para no estropear el buen sabor de boca que me había dejado la primera, acogiéndome de modo casi reflejo al popular dicho de que las segundas partes nunca fueron buenas. Sin embargo, voy a leerla, no solo porque como autor de una trilogía no me gustaría que mis lectores pensaran así, sino porque la opción de no leerla se ha desvanecido de todos los mundos paralelos en los que habito, reproducido hasta el infinito. Necesito saber qué va a ser de Leo y Emi. Lo necesito. Sus malabares con las palabras, su modo de enamorarse, me han contagiado.

 

Félix J. Palma

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

Juego de palabras

            

            Amanece sobre los siete reinos de Papel en Blanco. El sol comienza a dorar la tierra con la parsimonia de un niño untando su tostada con mermelada de albaricoque, desde las gélidas regiones del norte hasta los cálidos parajes del sur, e incluso extiende sus rayos más allá del mar angosto, hasta rozar con ellos las costas de la ciudad libre de Derechos, como si no quisiera dejar sin luz ni un milímetro del mundo conocido. Allí donde cabe una gota de sangre también cabe una brizna de luz, parece pensar. Luego, una vez iluminados los sietes reinos, su resplandor se derrama, juguetón, sobre los yelmos y armaduras de la caravana que se dirige a la inexpugnable Elipsis. El Rey Oxímoron, cuyo linaje se remonta a los Adjetivos Calificativos, encabeza el cortejo, orondo y colorado, embuchado cual morcilla en su armadura refulgente. Hace unas semanas murió la Pluma del Rey, por lo que ahora se dirige a la fría Elipsis para ofrecerle el puesto a su viejo amigo Lord Aforismo. Lo considera justo. Después de todo, gracias a él, sus posaderas llevan años calentando el Trono de Tinta, forjado con las mil estilográficas que una vez escribieron la historia del mundo. Con él viaja también la bella reina Metáfora, que luce los cabellos dorados y los ojos azules propios de la Casa Borrador, cuyos miembros siempre corrigen sus galeradas.

 

            Aforismo le recibe con un banquete digno de Chicote -mesas y mesas atiborradas de espetones de carne que chorrean jugos calientes, montañas de panceta tostadas hasta el crujido, empanadas de pichón, pasteles de morcilla, truchas a la sal, tartas de limón bañadas en azúcar, manzanas asadas sobre virutas de chocolate, y repartidas estratégicamente, grandes jarras de vino especiado con miel y rebosantes odres de cerveza-, pero a la hora de la verdad se muestra reacio a aceptar el puesto. Tiene remilgos Aforismo. Le gusta la vida que lleva ahora, su plácido retiro en la aterida Elipsis, rodeado por un montón de hijos: el heredero Onomatopeya, la remilgada Aliteración, la indomable Metonimia y unos cuantos más, entre los que se incluye un rehén de las Islas Lapicero, y hasta un bastardo, Jon Pleonasmo, que finalmente partirá hacia el enorme muro que se alza al norte, conocido como Bloqueo Creativo. Más allá de sus frías paredes, Vuelapluma y sus salvajes campan a sus anchas. Por si fueran pocos, vienen a sumarse unos lobos.

 

Juego -de -tronos1

 

            Tras darle algunas vueltas, Lord Aforismo acepta convertirse en la Pluma del Rey, con la intención de esclarecer la muerte de su predecesor en el cargo. Pero las cosas no saldrán como él espera. En la corte descubre que los hijos del rey Oxímoron no son tales, sino fruto de un desagradable y sostenido incesto entre la reina Metáfora y uno de sus hermanos; no el enano Cacofonía, sino su gemelo Sinónimo, el hábil espadachín al que apodan Cortar y Pegar. Tras el descubrimiento, y movido por la fatal inercia del honor, Aforismo invita a la reina Metáfora a hacer mutis, pero en su lugar, la sibilina mujer le pone los puntos sobre las ies, es decir, planea el asesinato de su marido, y el pobre Aforismo es decapitado por traición. Antes de que la espada del verdugo cercene su poderoso cuello, quién parecía nuestro héroe y no era más que un secundario con ínfulas, recuerda lo que la reina le dijo en el bosque de los arcianos: "En el juego de palabras: escribes o mueres".

 

Félix J. Palma

 

 


anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor