Álvaro Bermejo

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GRASS Y NOSOTROS

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"GRASS Y NOSOTROS"

Álvaro Bermejo

 

Sucedió a finales de los '90. Frantxis, el director del Koldo Mitxelena, en San Sebastián, donde vivía entonces, me propuso un ciclo de conferencias inspiradas en las célebres propuestas de Italo Calvino para el próximo milenio. Yo entonces tenía mucho de Oskar Matzerath, el niño airado que se niega a crecer y recorre la Alemania nazi batiendo su tambor de hojalata. Creía que todo era posible; es decir, creía que San Sebastián podía ser realmente una capital europea de la cultura y me atreví a escribir una carta a Günther Grass. Si habíamos conseguido traer al KM a personajes como Jean Baudrillard o Fernando Arrabal, ¿por qué no también a aquel escritor que se postulaba como la conciencia nacional de Alemania?

La respuesta de Grass fue memorable: consideraba un honor la invitación, pero le parecía "excesiva" para él. Aquel gigante de la literatura europea ya no se interesaba por Europa, solo por las minorías olvidadas, como la de los gitanos, a la que pensaba consagrar su próximo ensayo.

Acabé de entenderlo cuando publicó las memorias del escándalo. En 'Pelando la cebolla' Grass confesaba que en su juventud se había alistado en las Waffen SS y asumido la doctrina de la guerra racial. Inauguraba así un tiempo de expiación personal que cerraba su teatro de la denuncia. Primero contra Alemania y, acto seguido, contra sí mismo. Europa nunca se lo perdonó. Por más que su literatura quedara a salvo, su autoridad moral implosionó para siempre. Ahí se quedó Grass con sus gitanos, con sus dibujos al carbón y su pipa de la paz definitivamente apagada tras medio siglo de silencios culpables.

En esta Europa rendida a la corrección política y a todas sus hipocresías, corrió la misma suerte que Ernst Jünger. A uno y otro los define la famosa frase de Nietzsche: "Yo no soy un hombre, soy dinamita". La pólvora la enciende siempre la misma chispa: un pasado explosivo. La epifanía, esa revelación de lo humanamente trascendente a partir de una autoimnolación electiva, pesó menos que la indignación moral. Dinamita para el obsesivo sentimiento de culpa de los alemanes. Dinamita para una Europa que ya solo quería olvidar.

Tal vez un exceso de memoria histórica resulte paralizante, pero nunca cerraremos nuestras heridas sin conocer y explicarnos aquellos episodios de nuestro pasado que resultaron humana y moralmente aberrantes. ¿Llegará el día en que algún prestigioso escritor vasco reconozca abiertamente que militó en la organización que asesinó sin piedad a Miguel Ángel Blanco? El tambor de hojalata sigue redoblando.

 

 

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