Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

 

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

Álvaro Bermejo

 

No entiendo nada, ni siquiera me gusta, pero dicen que vale un millón de dólares". La frase, que podría suscribir cualquier espectador del arte más actual no suficientemente avisado, pertenece al cineasta Lars Von Trier quien, en su célebre manifiesto Dogma95, pedía para el cine un «regreso a la realidad». ¿Por qué no ha sucedido algo semejante en el arte contemporáneo? 

¿Solo por el prejuicio de las vanguardias entendidas como un juego de estéticas inextricables, por el pánico a ser valorado como reaccionario  o tal vez porque lo bello, entendido en términos clásicos, ha perdido su aura en el mundo de hoy?

 

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El arte más actual se presenta bajo un doble rostro:

Por un lado, como un intento de exacerbación de la visibilidad superando las reglas (hiperrealismo, performances, video arte) Por otro, como una tentativa de abolir esas reglas para llegar a un estadio de expresión libre de toda atadura (expresionismo abstracto, nuevo expresionismo, arte virtual)

Ambas tendencias no son tan radicalmente opuestas: constituyen  movimientos de alejamiento de la belleza entendida como la sujeción a un canon. Se configura así una cierta idea de «antivisión» que conecta con el concepto freudiano de «lo siniestro»

 

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¿QUÉ ES LO SINIESTRO?

 

Schelling intentó definir filosóficamente el concepto: "lo siniestro nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la luz". Pero también aquello que seduce y a la vez repele

En 1906, Ernst Jentsch escribió un ensayo sobre la psicología de lo siniestro que sirvió de inspiración a Freud para producir, en 1919, su famoso "Das Unheimlich / Lo Siniestro". Freud comienza el ensayo aclarando que el problema de lo siniestro debe ser abordado desde la estética, y no se equivoca. De alguna manera lo siniestro ya acechaba en la región de lo sublime explorada por Goethe y Kant, en la experiencia inquietante y abrumadora de lo desproporcionado, de lo informe, de lo oscuro.

Los griegos lo experimentaban en las epifanías terroríficas de sus dioses, los judíos en la prohibición de nombrar a dios, los cristianos en la provincia de los demonios.

 

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En alemán, unheimlich  (literalmente, "inhóspito") quiere decir muchas cosas: puede referirse a algo que nos resulta familiar, pero que está oculto y latente. Un miedo de la infancia que hemos olvidado y que vuelve a asolarnos con su terrible rostro familiar, el cadáver de un ser amado, que a un tiempo es y no es la persona que quisimos. Se entiende entonces que lo siniestro genere atracción y repulsión a la vez, miedo y familiaridad, comodidad e incomodidad. Pero todo esto dice muy poco, es preciso buscar las huellas de lo siniestro en el arte.


LA DIALÉCTICA DE LO SINIESTRO EN DAVID LYNCH

 

El síndrome de Korsakow es una enfermedad que afecta en general a alcohólicos y drogadictos y que hace que los recuerdos perdidos por la atrofia cerebral sean reemplazados por fantasías alucinantes. Para David Lynch todos, en mayor o menor medida, padecemos de este síndrome. Los hombres hacemos el mal constantemente,  y nos resultaría demasiado difícil seguir adelante si tuviéramos que arrastrar el peso creciente de nuestras faltas, de modo que tergiversamos los recuerdos, inventamos, hacemos del pasado -y del presente- una ficción que nos satisfaga y seguimos viviendo.

Estas ficciones que nos ayudan a vivir sin remordimientos se acumulan como capas geológicas sobre nuestros rostros, una máscara sobre la otra, hasta formar una cara estándar, un rictus aséptico que nos permite movernos por el mundo. Lynch ve que esto sucede todos los días, producto de las faltas más insignificantes, pero también de las más espantosas; ésta es la materia prima que nutre su arte.

La dialéctica de lo siniestro en David Lynch se articula en el movimiento de aparición y desaparición intermitente del rostro deformado por el pecado, la culpa y la inconsciencia, que se alterna con la aparición y desaparición de la máscara cotidiana.

 

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En Eraserhead  (1977), presenta la sátira grotesca de una familia normal, que es en realidad monstruosa. En El Hombre Elefante (1980) John Merrick con su rostro inefable hace las veces de espejo invertido, donde se refleja el horror de la sociedad que lo rechaza. El villano deTerciopelo Azul (1986), interpretado por un escalofriante Dennis Hopper, alterna momentos de inenarrable perversidad con arrebatos de ternura. Leland Palmer, el padre asesino de Twin Peaks, viola sistemáticamente a su hija Laura escondido tras la máscara del demonio Bob. Por momentos intuye que está haciendo algo terrible y llora desconsoladamente, pero luego vuelve a vestirse de Bob y sonríe y ruge como un lobo frente al espejo. Carretera Perdida  (1997) es la historia de un hombre que, atormentado por haber matado a su mujer, se transforma en otro. 

 

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Mulholland Drive (2001) es una reformulación de Carretera Perdida más efectiva y poderosa; la historia de una actriz de poca monta que, despechada y envenenada de celos, manda a matar a una colega. El filme es una larga secuencia de alucinación-sueño-delirio de la protagonista que se imagina que en realidad todo fue al revés y fue la otra quien la odiaba y quiso matarla.

Pero lo más interesante de esta caracterización de lo siniestro es que conserva el elemento de ambivalencia como factor fundamental, pero también irresoluble, de la experiencia de lo siniestro. Nunca sabremos si Leland se vestía de Bob para violar a Laura o si Bob se vestía de Leland para ir a trabajar todos los días.


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RYDEN Y EL COLOR

La obra de Mark Ryden (Oregon, 1963) tiene firmes raíces en el surrealismo y sería impensable sin el antecedente de Dalí. Sin embargo, Ryden está fuertemente influenciado por el arte pop y, sobre todo, por la figura de Lewis Carroll. Este caleidoscopio de influencias y obsesiones se materializa bajo formas inquietantes: tubérculos pariendo conejos de peluche, manos que sangran a borbotones, la cabeza colosal de Lincoln sobre la cama de una niña, Santa Klaus como un gusano ruso, teletubbies demoníacos, etcétera.

 

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Los colores nos resultan familiares, también los rostros, agradables y armoniosos, sin embargo la reacción ante cada uno de los cuadros de Ryden es de ligera repugnancia. el contraste entre lo familiar y lo terrible es a la vez sutil y abrupto, los colores son a un tiempo delicados y empalagosos, Ryden produce el efecto ambiguo de lo siniestro como pocos. Su icono inspirador, Abraham Lincoln, el rostro más afable y bondadoso de la historia de los estados unidos, aparece una y otra vez aislado, desubicado, melancólico, desahuciado, testigo de una verdad terrorífica que nunca descubriremos.

 

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Acaso la vía más fructífera para hablar de lo siniestro sea el arte porque el arte mismo es inconcebible sin la experiencia de lo siniestro. Como cantaba Rainer Maria Rilke en la primera de Las Elegías de Duino (1922): "la belleza no es sino el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar".

 

 

 

LA SUBVERSIÓN DE LA REALIDAD

El artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos. Las prácticas contemporáneas atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar: todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made.

 

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Paul Ardenne habla de «arte contextual»: una serie de estrategias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, plantea un triple juego: transgresión, reacción y aceptación.

El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista -la institución - acepta. Dejando al espectador «fuera de juego», la institución asimila sus transgresiones, al establecer una dinámica paralela de subversión y subvención.

El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista.

Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo.

Entramos así en una nueva dimensión de lo siniestro

 

LA PASIÓN POR LO SINIESTRO

 

Si el mercado del arte encarna el pleonasmo de lo siniestro, este apela a una suerte de fractura entre el creador y el espectador. No es raro que el teórico Hal Foster, partiendo de una lectura traumática del pop art, en especial de Warhol, agrupe toda una faz del arte contemporáneo como «realismo traumático»

 

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El arte  más actual rasga la pantalla-tamiz, el lugar donde sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada.

Frente a la estrategia de lo evidente, podemos encontrar un arte silente, oculto y desaparicionista. Un arte que parece dejar de lado el componente visual, quitando, ocultando o haciendo desaparecer todo cuanto hay para ver.

Frente el exceso-excedente del arte nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada».

Lo  siniestro es también el punto de ruptura del discurso

El lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno debe callar.

El arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia, un arte de lo tenebroso

 

LA ANTIVISIÓN Y LO SINIESTRO

En el arte reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo siniestro -lo inquietante entendido como sinónimo de lo invisible y sin embargo acechante-. Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.

 

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En 1995 el artista británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner. Se trataba de una habitación totalmente vacía, una gran nada -la obra pasó a ser conocida popularmente como Nothing-, un espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que se encendían y apagaban iluminando y oscureciendo el espacio a intervalos de un minuto, mostrando lo que había para ver: nada.

 

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En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el premio Turner, la artista mexicana Teresa Margolles  exponía en Nueva York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los cadáveres en la morgue de la ciudad de México. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar después, constatado el fin del fin.

 

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Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa:Espacio cerrado con metal corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que habían pagado la obra.

 

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Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que sierra obstruía un espacio, ni tampoco la última. La clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de nacionalidad española.

Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera (casi a lo Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión.

 

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Paralelamente, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico español. La obra consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos restos de polvo que el artista había llevado desde el museo arqueológico. A cualquier aficionado al arte enseguida le viene a la mente Criadero de Polvo, la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran Vidrio de Duchamp colmado de polvo.

 

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Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un «mausoleo residual» como es un museo arqueológico, se presentaba como residuo de un residuo, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver: resto del resto.

Alfredo Bikondoa (Donostia, 1942) prolonga esta misma tendencia antivisual, deconstructiva, en una de sus obras más significativas: la reinterpretación del Cementerio marino de Paul Valèry. Nuevamente volvemos a encontrarnos ante un "criadero de polvo" en su versión más poética y apocalíptica, un escenario que recuerda el Cementerio de automóviles de Arrabal, las cruces de Tápies, el vacío zen, pero también fin del fin.

Estamos ante el último testimonio de una civilización residual, anonadada por el lastre de sus propios excedentes, abocada a esa última dimensión de lo real donde ya sólo habla el silencio.

 

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Como es lógico, estas cinco obras no son comparables, dado que responden a poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las pone en una suerte de «antivisión».

En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay nada para ver, o donde lo que se ve no pasa de ser una sombra de lo que fue. Por tanto: nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra.

En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto de ceguera transitoria que suscita el miedo a lo desconocido, pulsante y latente.  El espectador «no ve nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta titubea como un ciego en la infinita noche  nada entiende. No reacciona.

Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación, no son, ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX.

 

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En El Vacío (1957-1962) Yves Klein escenifica otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver.

Un déjà-vu, o más bien, un déjà-non-vu .

Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo visible.

Ocultaciones como la obra de Sol Lewitt, Claes Oldenburg, o la de Warhol, cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por Yves Klein. Siguiendo con la frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte»

 

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Oteiza sostenía algo semejante: mi obra es la chatarra con la que me he forjado como hombre: esqueletos que envuelven el vacío,  vacío espacial, pero también ontológico. Cajas metafísicas, apóstoles cóncavos, vaciamiento de la esfera.

Su lenguaje habla una y otra vez de la orfandad del hombre y del arte, de un país que no existe donde habitamos todos nosotros. La consecuencia es una suerte de desamparo existencial, un vacío físico y metafísico,  un extravío del sentido.

Dicho en otras palabras: un apocalipsis estético generado desde la negación de la belleza y la sugerencia -por desocupación espacial- de lo siniestro.

 

Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las estrategias de negación de lo visual. Si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al menos cuatro:

1) Reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andrè que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo)

2) Ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp (Un ruido secreto)

3) Desmaterialización, no tanto en el sentido acuñado por Oteiza cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles

 y 4) Desaparición de la huella y su progresivo desvanecimiento (Oteiza) lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido

Obras invisibles, «obras veladas», renuncia a la simbolización, negación de lo visible. Aunque las actitudes respondan a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar una cierta estética del vacío y la nada, una estética que lleva al arte al umbral de lo invisible, una toma de postura contra la visualidad de la belleza que podríamos llamar «antivisión», y que transita por un camino equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX (The Denigration of Vision in Twentieth-Century) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocular-centrismo cartesiano.

 

 

 

LO SINIESTRO Y LO REAL

Estas poéticas antivisuales se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro -también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »- sería algo con resonancias de lo familiar pero que, a la vez, nos es extraño, como una especie de déjà-vu que nos perturba y nos angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz.

En las poéticas antivisuales lo siniestro aparece como alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo visible, pero también apunta a  quitar de la vista aquello que tendría que estar ahí, y hacer visible ese espacio desocupado, oteiciano, donde nos vemos forzados a enfrentar nuestros fantasmas y a buscarnos a nosotros mismos.

Freud instaura un «trauma escópico» originario a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia causada por no poder ver. la pérdida de la vista, la desaparición de lo visible-inteligible genera dolor.

Este trauma se explicita de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún resto de lo visible.

 

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El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila examinada más arriba, que parece una ilustración de El Arenero, el cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico el espectador tiene esa sensación de que alguien le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.

 

Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro freudiano con el surrealismo y su pasión por la belleza convulsa. Lo siniestro es la muestra palpable de la imposibilidad de lo real. La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la jouissance, el goce, el placer de la plenitud.

El vacío, la nada visible, nos confronta con nuestra propia desnudez, con nuestro desamparo, con nuestro vacío existencial.

 

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En The Matrix, el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo».

El déjà vu, una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra aquí como un fallo en lo real. Cuando en Matrix, no tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso a lo real, como lugar de «emergencia» en la red».

 

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Lo siniestro nos confronta con lo real por encima o por debajo de las apariencias entendidas como simulacros. No intenta suplir lo real, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión faltante en la que el sujeto es uno.

Es la evidencia de  nuestras carencias, de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea.

 

Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte que deserta de la belleza entendida como un espejo autocomplaciente, mediante lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro», es el medio más efectivo para llevarnos lo más cerca posible de nuestros abismos interiores  y conseguir, como el punctum del que habla Barthes en La cámara lúcida, punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de sujetarnos.

 

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Todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel joven protagonista de La Naranja Mecánica, somos literalmente sujetados con los postigos de hierro de la visión.

 

ANOREXIA Y BULIMIA

Y sin embargo, seguimos viviendo en un mundo de aparente visibilidad total -mundo de las pantallas / imagen espectáculo-, sujeto a la periclitada estética de lo bello. Sofisticación tecnológica  y vaciamiento visual. En realidad las pantallas tampoco muestran nada. En realidad, es muy posible que oculten.

Plasmas, iphones, tablets, películas en 3d. ¿Espejos negros, como el del cuento?  Y, de ser así, ¿puertas paralelas hacia lo más siniestro de lo siniestro?

 

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Por inversión del vacío llegamos al horror vacui que define nuestro tiempo. La «trampa para la mirada», omnipresente en todo el arte canónico y, singularmente, en las grandes infraestructuras de arquitectos estrella como Ghery, Foster, Moneo o Calatrava. En la imagen-espectáculo la pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir siquiera que tras ella hay algo de real, que tras ella está la mirada.

 

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Unos y otros, arquitectos del futuro y profetas del vacío, apocalípticos e integrados, habilitan dos estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión

Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo bello y lo siniestro, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea posicionar ambas actitudes en una Banda de Moebius, esa superficie continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo real.

 

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Y es que, como sostenía Oteiza, lo vacío y lo lleno son caras de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la huella de sí mismo, solo su vacío esencial.

 

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Ambas estrategias son producto de la misma patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por haber entrevisto, más allá del tsunami de imágenes anonadantes,  el vacío esencial.

Ante la evidencia de que tras el simulacro no hay nada se pierde el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver -ni ser visto- igual que antes. 

Y la pantalla final, que siempre había estado fija -en un lienzo, en una pared, en un museo-,  se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro hacia el vacío -la tierra de nadie-, en un vaivén mareante, sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un día de marejada.

 

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Ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. Entre lo infra y lo supra, entre lo bello y lo siniestro, entre la oscuridad y el resto, desaparecer o vomitar.

 

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