Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

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LA POSIBILIDAD SHERLOCK FREUD

 

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"LA POSIBILIDAD SHERLOCK FREUD"

Álvaro Bermejo

 

El psicoanálisis tiene sin duda un punto detectivesco. ¿Tanto como los detectives algo de psicoanalistas? Las coincidencias en el método y en la casi milagrosa perspicacia no parecen casuales. Sucede algo semejante con dos de sus iconos canónicos: Sigmund Freud y Arthur Conan Doyle. El primero bien pudiera haber sido un personaje del segundo, pues las similitudes entre el más notorio de los suyos -Sherlock Holmes-, y el célebre psicoanalista austriaco revelan un inquietante parentesco que trasciende lo literario.

 

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En el tercer capítulo de su libro "Psicopatología de la vida cotidiana", publicado en 1901, Freud nos cuenta cómo, durante un viaje emprendido el año anterior, se encontró con un hombre joven y de formación académica que había leído algunos de sus libros. La conversación, parece ser, versó acerca de la situación de los judíos. El joven académico, judío como Freud, expresó su amargura y concluyó "su exaltado y apasionado discurso" con el famoso verso de la Eneida donde Dido exterioriza la esperanza de que alguien se alzase en el futuro para vengarla: "Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor". El joven se acordaba del verso... menos de la palabra "aliquis", que Freud, buen lector de Virgilio, no vaciló en recordarle. Su interlocutor, entonces, le dijo haber oído que él, Freud, sostenía que nada se olvida sin motivo. De ser así, ¿por qué no se había acordado de la palabra "aliquis".

 

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Freud acepta el reto con la condición de que el joven le comunique sinceramente, y sin omitir nada, todo cuanto se le ocurra en relación con la palabra "aliquis". El joven comienza a asociar, y lo primero que se le viene a la mente es dividir la palabra en a- y -liquis, lo que a su vez lo lleva a asociar "reliquias, licuefacción, fluido, líquido". A continuación piensa en san Simón de Trento, cuyas reliquias ha visto en esa ciudad, y en los crímenes rituales que una y otra vez se atribuyen a los judíos; en un libro de Kleinpaul sobre el tema; en un artículo de una revista italiana acerca de lo que san Agustín opinaba acerca de las mujeres; en un robusto anciano con el que se había encontrado hacía poco, un "espécimen único", cuyo nombre era Benedicto. Después piensa en san Genaro y su milagro de la sangre: en Nápoles se conserva una ampolla de cristal que contiene sangre coagulada, y hay un determinado día festivo en que esa sangre suele licuarse. Por el tiempo de la ocupación napoleónica, o bajo Garibaldi, un oficial llevó aparte a los sacerdotes responsables y, señalando a sus soldados con un gesto significativo, expresó la esperanza de que el milagro se produciría enseguida. "Y, en efecto, se produ...".

En esa palabra cortada se detiene el interlocutor de Freud. ¿Por qué? Se le ha ocurrido algo que es "demasiado íntimo para comunicarlo".

"No necesita contármelo", replica Freud: "usted lo sabe ya y yo no necesito explicarle por qué se le olvidó aquella palabra". Después de lo cual el joven termina por decírselo: "De pronto he pensado en una dama de quien es fácil que pueda recibir una noticia que podría ser sumamente desagradable para ambos". "Y esa noticia -pregunta entonces Freud-, ¿tendría algo que ver con la posibilidad de que esa dama ha experimentado una falta en su periodo menstrual, de la que pueden derivarse consecuencias particularmente comprometedoras para usted?". El joven se queda atónito, apenas acierta a balbucir: "¿Cómo ha podido adivinarlo?". Freud le aclara que ha sido muy fácil: santos del calendario, licuefacción de la sangre, la amenaza de que la sangre debía licuarse porque, si no, ello podría tener consecuencias desagradables. Y luego la división de "aliquis" en a- y -liquis.

A su juicio, el caso estaba tan claro como cualquiera de esas endemoniadas tramas criminales que dejaban estupefacto al doctor Watson, toda vez que el inefable Sherlock Holmes parecía resolverlas apenas con un parpadeo.

 

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Pero el misterio que nos ocupa no se cierra con eso.

El tiempo da un salto de trapecio en la oscuridad, estamos en 1982, han corrido ochenta años y, de pronto, en la New American Review aparece un artículo acerca de este caso. Estaba escrito por Peter Swales y llevaba el título "Freud, Minna Bernays, and the Conquest of Rome". Allí se desarrollaban dos tesis. La primera viene a sugerir que aquel joven no existió nunca y la conversación descrita por Freud jamás tuvo lugar. Swales aporta buenos argumentos para ello. El joven tiene un parecido demasiado grande con el propio Freud: ha leído escritos de Freud -lo que en aquel entonces no se daba tan a menudo-, era académico, judío y frustado en su carrera a causa de ese judaísmo, era ambicioso, citaba de la Eneida, había estado en Trento, conocía a alguien que se llamaba Benedicto, había leído el libro de Kleinpaul sobre "Víctimas humanas y crímenes rituales", cosas todas ellas que también remitían a Freud. Además, lo que resulta definitivo,  no había manera de encontrar a aquel misterioso joven por ninguna parte.

La segunda tesis va un paso más ellas y acaba por desvelar el misterio: en ella Swales defiende la posibilidad de que la dama cuyo embarazo tanto temía el joven ficticio era en realidad la cuñada de Freud, Minna Bernays, con la que Freud se había mantenido una reiterada relación extraconyugal donde se cruzaban los desafíos de un terapeuta experimental y los extravíos del perverso polimorfo.

 

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Tanto da que nos convenza más la primera tesis que la segunda, o viceversa. "El análisis de Freud es tan brillante que hace palidecer las deducciones magistrales de Sherlock Holmes", afirma Swales. Cierto. Por su elaborada estructura literaria, por su construcción tan enrevesada como las circunvalaciones cerebrales del padre del psicoanálisis, por su método deductivo, a medio camino entre lo surrealista y lo detectivesco, todo este diálogo -¿imaginario?-, entre Freud y su joven paciente, o su Sombra, recuerda uno de los que sucedieron entre Sherlock Holmes y el doctor Watson.

El genial sabueso extrae una conclusión que deja atónito a su interlocutor. "Por todos los diablos, ¿cómo hizo para saberlo? -pregunta Watson-. Siempre impasible, el detective concluye que todo era muy sencillo: "Ya no era muy difícil" -o, en su versión cinematográfica:"elementary, my dear Watson"-. Dicho lo cual, pormenoriza cómo ha llegado a esa conclusión.

 

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Volvamos al episodio del encuentro entre Freud y su joven interlocutor. Retomemos la frase "Por cierto, he oído decir que usted sostiene que nada se olvida sin una razón. Me gustaría conocer por qué he olvidado ahora el pronombre indefinido aliquis". Para Swales, ese "usted sostiene" es un argumento en favor de su tesis de que el joven nunca existió: por así decirlo, habría leído "Psicopatología de la vida cotidiana" antes de que se hubiera escrito, lo que descubre la posibilidad de que ese joven no fuera otra cosa que una creación "literaria" del propio Freud.

 

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En cualquier caso, trátese de ciencia o de literatura pero sin salir de ésta, el hecho de que Freud fuese retado por ese joven espectral -o especular-, sugiere una posibilidad no menos perturbadora. ¿No habría en alguna de las historias de Sherlock Holmes un lugar en el que Holmes hubiera sido desafiado por el doctor Watson, para extraer conclusiones de unos indicios determinados, suministrados por él mismo, de igual manera que Freud fue retado por su interlocutor fantasma a partir de un dato tan demencial como el olvido de un pronombre indefinido?

De ser así, no solo podríamos dar una nueva vuelta de tuerca a los laberintos de la psique descritos por Freud. Tal vez encontraríamos en alguna de sus encrucijadas un espejo oscuro donde el rostro del padre del psicoanalisis formularía las preguntas, mientras la deducción tras cada respuesta correría a cargo de otro Sigmund. Solo que este se apellidaría Holmes en lugar de Freud.

¿Cambia en algo el final de la historia? Tal vez sí, tal vez no. De todo esto solo nos cabe una certeza: los dos rostros, a uno y otro lado del espejo, tocaban el violín, fumaban en pipa… y eran adictos a la cocaína diluida al siete por ciento.

 

 

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

Álvaro Bermejo

 

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Eric R. Kandel, en 1999.

 

El 12 de marzo de 1938 Adolf Hitler daba un paso más en su ofensiva expansionista hacia el Este, también conocida como el Anschluss: Austria pasaba a ser una provincia del Reich -la Ostmark-. Ocho meses después, un día de noviembre de 1938 y en el exclusivo distrito del Schloss Belvedere, junto al Prater, un niño vienés jugaba en el salón de su casa con un cochecito de carreras que su padre acababa de regalarle por su noveno cumpleaños. En eso, sonaron unos golpes a la puerta. El cochecito se detuvo, el corazón del niño también. Quienes llamaban eran dos agentes de la Gestapo que, a su manera expeditiva, ordenaron a su madre que hiciera las maletas y abandonara inmediatamente aquel inmueble. Las cosas empeoraron antes del mediodía, cuando tuvieron la constatación de que su padre había desaparecido. Por fortuna, reapareció a los pocos días: lo habían liberado tras verificar que combatió para el Imperio austro-húngaro durante la I Guerra Mundial. Pero este antecedente no evitó que le arrebataran su comercio para dárselo a un nuevo dueño que, obviamente, no era judío.

 

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Noche de los Cristales Rotos, Berlín, 1938.

 

Sólo muchos años más tarde aquel niño pudo comprender que lo que había vivido esos días de noviembre era la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos,  uno más de los espeluznantes prolegómenos del Holocausto. Gracias a la ayuda de la Israelitsiche Kultusgemeinde der Staat Wien, en abril de 1939 el niño pudo salir, junto a su hermano, rumbo a los EE. UU., donde viviría bajo la tutela de sus abuelos. En agosto, días antes del estallido de la II Guerra Mundial, fueron sus padres los que lograron escapar de una muerte más que cierta, reuniéndose con ellos en Nueva York para iniciar una nueva vida.

El niño se llamaba Eric Kandel, y allá, en la América de las oportunidades, inició una carrera científica absolutamente conectada con esa "otra vida" que había dejado de entender, cuando su propia patria, Austria, dejó de llamarse Austria. Tras estudiar Historia, Literatura y Biología en Harvard -la vida contada y la vida en sus raíces-, se doctoró en Medicina en la Universidad de Nueva York, decantándose tanto por la Psiquiatría como por la naciente Neurofisiología. En 1965 sería nombrado  director del Centro de Neurobiología de la Universidad de Columbia, y treinta años después recibiría el Nobel de Medicina, a cuenta de sus estudios acerca de la Aplysia.

 

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Aplysia punctata.

 

¿Qué demonios es la Aplysia? Un enigma con forma de molusco, en cuyas circunvalaciones parecía cifrarse buena parte de su drama personal, el de su familia, el de su nación, el de Europa entera. Pero aún es pronto para acabar de resolverlo.

Si esta historia se originó a partir del trauma experimentado durante aquella noche de horror y destrucción, la Noche de los Cristales Roto, también hubo algo que se rompió dentro de la mente de ese niño que, hasta entonces, creía pertenecer a la cultura más sofisticada de Europa. ¿Cómo explicarse que una sociedad generadora de tantas de las más altas expresiones culturales de todos los tiempos, hubiera sido capaz de producir el Holocausto? ¿Cómo comprender que intelectuales y artistas como Martin Heidegger, Ernst Jünger y Herbert von Karajan hubiesen sucumbido al hechizo del nazismo?

Preguntas como éstas persiguieron a Kandel durante años. En Harvard abordó como tema de tesis la actitud de los intelectuales alemanes frente al nazismo. Su dramática conclusión fue que mientras muchos de ellos habían aceptado alegremente los aberrantes postulados del III Reich, fueron demasiados los que se mantuvieron al margen, y demasiado pocos los que tuvieron la valiente actitud de enfrentarlo. Pero su búsqueda no se limitó al mundo de los intelectuales. La experiencia del nazismo, su violencia y su brutalidad, despertó su interés en el estudio de la mente humana.

¿Cuáles eran las claves para la comprensión del comportamiento de las personas y el carácter imprevisible de sus motivaciones? En un principio eligió como vía para esa investigación la literatura, guiado por autores como Fedor Dostoievski, Franz Kafka, Charles Dickens o Thomas Mann. Con ellos Kandel fue demarcando algunos de los más oscuros y recónditos mecanismos de nuestra mente. Al poco tiempo encontró un nuevo guía: Sigmund Freud. En 1955, ya como avanzado estudiante de medicina, llevó su interés por el psicoanálisis a la Universidad de Columbia y se entrevistó con el biólogo Harry Grundfest. Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para plantearle su aspiración de averiguar en qué lugar físico del cerebro se podrían alojar entidades psíquicas tales como el yo, el ello y el superyó.

 

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Sigmund Freud, junto a su perro, Viena, 1895

 

Entonces, con la investigación del cerebro sumergida en el racionalismo más absoluto, plantearse estudiar científicamente las emociones y los sentimientos, apenas podía despertar más que una sonrisa educada. Eso era como retrotraerse al tiempo de las disquisiciones escolásticas acerca del órgano interior donde se ubicaba el alma.

Un siglo después, las emociones y su base cerebral atraen simposios e investigadores como un imán. Pocos científicos alcanzan el grado de popularidad del portugués Antonio Damasio, calificado por el prestigioso investigador Kerry Ressler, del Instituto Médico Howard Hughes (EE.UU.) como "un líder que recoge la imagen global en neurociencia para permitirnos comprender cómo surgen las funciones más complejas". Cierto, pero solo a medias. Porque todo eso comenzó con las inquietudes de ese niño vienes que jugaba con un cochecito azul, con la ambición científica que despertó en él la memoria del horror, con la decisión inquebrantable de llegar al fondo de las causas a través del estudio de las bases biológicas de la conciencia.

Fue Harry Grundfest quien le suministró la primera clave para resolver el enigma: el limitado desarrollo de las ciencias del cerebro no hacía posible aún comprender los fundamentos biológicos de las teorías freudianas. Lo que sí era posible era estudiar el cerebro observando las células nerviosas una a una.  

 

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Santiago Ramón y Cajal, 1906.

 

Kandel se preguntó entonces cómo abordar cuestiones tan complejas como las motivaciones inconscientes de la conducta por semejante camino. Se respondió al instante haciendo una inesperada conexión: recordó que en 1887 el propio Freud había planteado la idea de impulsar el estudio biológico del cerebro. ¿En base a qué? A los estudios de un oscuro investigador español llamado Santiago Ramón y Cajal, quien, antes de deslumbrar a la Sociedad Anatómica Alemana, en el Congreso de Berlín de 1889, estableció un postulado científico que le valdría el Nobel de Medicina de 1906 y que hoy conocemos como su ya célebre "Doctrina de la Neurona". Estudiando la materia gris del sistema nervioso cerebroespinal, había descubierto que está compuesto por "enjambres de células individuales altamente conectivas".

 

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Si Freud nunca consiguió ser más que un mediocre biólogo, Cajal no mostraba ningún interés por el psicoanálisis. Pero, lejos de arredrarle, la disyuntiva no hizo sino acentuar la ambición cognitiva de Kandel. Las  limitaciones del psicoanálisis a la hora de estudiar la investigación biológica del cerebro, como las de la propia biología, siempre tan remisa a ir más allá de sus microscopios y sus probetas, no le movieron a decantarse por priorizar ninguna de las dos ciencias. Pionero de la conectividad  interdisciplinar, de la permeabilidad de la ciencia, y aun del conocimiento, lejos de reemplazar un abordaje por otro, se propuso lograr una conjugación de ambos, lo que, en un principio, le llevó al rechazo de unos y otros.

Hasta que, como en un cuento infantil, tal vez a bordo de ese cochecito azul que convocaba sus sueños, apareció la Aplysia

 

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Se trataba de un pequeño molusco marino, un simple caracol, en apariencia insignificante que habita aguas atlánticas y mediterráneas. ¿Se puede estudiar el cerebro de un caracol marino y no acabar en un manicomio? Sí, se puede. Pero, ¿con qué objeto? Con uno en apariencia demencial. En el curso de sus investigaciones Kandel descubrió que la Aplysia tiene memoria, una memoria rudimentaria, pero memoria al cabo. Y no solo eso: su proceso de almacenamiento de datos a  corto y largo plazo, así como sus mecanismos neuronales, funcionaban de una manera inquietantemente parecida a los de los seres humanos.

Increíble pero cierto, y cada uno de sus análisis no hacía sino constatar esta evidencia, en apariencia más fantasiosa que científica, se diría propia de un niño.

 

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Pero fue así: el niño que jugaba con aquel cochecito azul se había acercado la caracola de la memoria a su tímpano cerebral. Oyó algo más que el eco del mar, quizá el eco de cien mares, los mares profundos de la insondable memoria humana.

A diferencia de sus más señalados colegas de aquel tiempo, convencidos de que siempre ha sido el bosque, y no los árboles, lo que cuenta, Kandel se aplicó a estudiar los campos neuronales, árbol por árbol. Una  tarea imposible, ciertamente, pero en la mente de Kandel no cabía tal adjetivo. Sabía a lo que se enfrentaba: el cerebro humano es un misterio dentro de otro, un bosque formado por más de cien mil neuronas. Kandel secuenció sus exámenes biológicos con los cambios que la experiencia externa genera entre las múltiples conexiones sinápticas de las neuronas. Llegó a una conclusión sencillamente revolucionaria: el proceso de aprendizaje produce notables cambios anatómicos en la estructura cerebral, sea de la simple Aplysia o del complejo Homo Sapiens. O, lo que viene a ser lo mismo: cada una de nuestras neuronas es tan sensible a su herencia genética como a las emociones humanas producto de la cultura. Su modulación, en suma, es una consecuencia de la consciencia.

Pero aquella caracola llamada Aplysia siguió hablándole al oído.

En aquellos años ya se conocían los estudios de Cajal acerca de la elasticidad neuronal. A semejanza de los músculos, las neuronas respondían a los cambios momentáneos con un retorno a la forma original. Kandel fue más lejos. Los cambios no solo eran fisiológicos. Afectaban tanto o más a la conciencia del sujeto, hasta el extremo de modificar su conducta. Lo elástico se transfería a lo plástico, entendido como una suerte de impresión perdurable en los códigos más profundos de nuestra mente.

 

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Si hoy hablamos de plasticidad neuronal, lo que implica permanencia del cambio después de la interrupción de la causa, pensamos como en un acto reflejo en las teorías de Antonio Damasio. Pero no. Sin desmerecer los  hallazgos de Damasio, su raíz viene de aquel niño vienes, el verdadero Mago del Cerebro,  quien, escuchando una caracola, llegó a la conclusión de que la sinfonía de los mares cerebrales estaba más influenciada por la partitura de cada instante, o de cada ciclo histórico, que por la estructura orgánica de los instrumentos.  

Fue, en definitiva, Eric Kandler el primero en anotar en sus cuadernos de trabajo, y a finales de los '70 del pasado siglo,  ese concepto que consideramos tan consonante con nuestro vertiginoso XXI: Plasticidad Neuronal. Abrió así todo un nuevo horizonte para el estudio de las bases biológicas del aprendizaje y la memoria del que seguimos siendo deudores.

Cuando percibes lo que sucede, surge el sentimiento. Emocionarse es actuar, pero sentir es percibir. Todo aquello que se archiva como aprendido en las zonas prefrontales de la corteza cerebral configura tanto el manejo de las emociones como el proceso de toma de decisiones. De ahí que la plasticidad neuronal implique la existencia de una causa vinculada a un proceso de aprendizaje que produce un cambio. Cuando este perdura en el tiempo, se archiva en la memoria, y nuestra mente actúa en consecuencia.

 

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Hitler saludando a los últimos defensores del III Reich, apenas niños. Berlín. 1945.

 

Adolf Hitler, Martin Borman, Heinrich Himmler y todo lo que perpetraron no fue producto de una anomalía genética, sino de una especie de tsunami emocional con derivaciones delirantes de sustrato cultural -toda la mitología aria, raíz del nazismo-, elevadas a un programa político y abocadas a una conclusión demoniaca. A partir de aquella Noche de los Cristales Rotos, algo se rompió igualmente en la mente de Alemania, y millones de personas pasaron a replicar las pulsiones cerebrales de un simple caracol marino. La Alemania "Aplysica" no despertó de esa pesadilla hasta que vio Berlín envuelto en llamas, y a su Führer tan calcinado como su conciencia nacional.

 

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Archivos Privados del Pentágono. Bergen-Belsen, 1945.

 

Entretanto, sobre las bases de Cajal, Kandel había comenzado a alzar los pilares de una nueva manera de estudiar, neurona por neurona, los mecanismos de la memoria humana. Entendía que el Holocausto había colocado al lema "no olvidar jamás" en el centro de un compromiso que las futuras generaciones tendrían que suscribir para luchar contra la intolerancia, la discriminación y el genocidio.

"Mi trabajo científico - escribió en En busca de la memoria - está dedicado a investigar los fundamentos biológicos de ese lema: los procesos cerebrales que nos permiten recordar". Porque el cerebro de quien recibiría el premio Nobel de Medicina en 2000 conservaba bien nítido el recuerdo de aquel niño vienés cuyo juego con su cochecito azul había sido interrumpido por aquellos brutales puñetazos a la puerta de su casa, una trágica noche en la cual las calles de su culta ciudad, iluminadas por los incendios de sus sinagogas, se habían llenado con miles de cristales rotos.

Entonces, cuando huía de Alemania rumbo a los EE.UU., aun no sabía que, bajos las aguas del Atlántico, una caracola había comenzado a hablarle. Se llamaba Aplysia y él nunca supo por qué. El término viene del griego, ya lo empleaba Aristóteles, y se traduce como "suciedad". ¿Por qué denominaban así a este molusco de larga memoria?  Porque vive tan encastrado en el fango marino que apenas se puede limpiar. Otra metáfora de la memoria neuronal y su plasticidad. "Todo podemos aprenderlo, amigo mío" -parecía decirle la sabia Aplysia al joven Kandel-, "pero quizá lo más importante sea aprender a no olvidar lo que sucedió, de modo que no vuelva a repetirse nunca jamás".

 

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Kandel consagró toda su vida a ese empeño, absolutamente avanzado, sumamente científico, sin duda, pero radicalmente humano, nacido de su experiencia ante el horror. El odio, la deshumanización y la barbarie crecen y se multiplican, no tanto a cuenta de lo que ignoran sino, fundamentalmente, a raíz de lo que se niega a recordar.

 

 

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