Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

Los colmillos del tío Tom

LOS COLMILLOS DEL TIO TOM (WOLFE)

O

EL VAMPIRO HA VUELTO

Álvaro Bermejo

 

Esto no es un déjà vu, es que veo vampiros por todas partes. Me sucedió nada más comenzar la gira promocional de mi última novela: al poco de ocupar mi plaza en el Ave Madrid-Valencia observo que mi compañera de viaje, una treintañera pelirroja, saca de su bolso un libro. Naturalmente no era el mío, pero resultó ser, ¿Cuál? Nada menos que el Drácula de Bram Stoker. Me sobraron veinte años, el entusiasmo, el fervor de los principiantes, para comentarle que adoraba ese relato y que, precisamente, iba a presentar uno que trata de vampiros -Eternamente tuya-, ambientado en la misma vieja Escocia que inspiró al Gigante Rojo.  Dos días después, regreso a casa, y mi pareja me sorprende con un dvd de Joseph Losey. ¿Cuántas veces habré visto El sirviente? Nunca como entonces. Nunca como entonces, quiero decir, se me hizo tan evidente que se trata de una cinta genuinamente vampírica donde Dirk Bogarde interpreta al chupasangre más endemoniado, más sutil, más exquisito y tenebroso,  de entre los cientos que han poblado el mundo del celuloide desde el Nosferatu de Murnau en adelante. En esas estaba cuando, tercer día de mi síndrome Vamp, veo aparecer a un provecto anciano enfundado en una capa tan negra como blanco era su pálido rostro, culebreando en un palco del Liceo de Barcelona. El vampiro se despoja de la capa de la manera más histriónica que cabe imaginar. Y resulta que se trata de Tom Wolfe montando su patético numerito promocional de la mano de Jorge Herralde, otro que está bien curado de espantos.  Pero este señorito del Sur como escapado de la peor  pesadilla de Tennesse Williams, con su empalagoso traje blanco y sus ínfulas de new journalism forever young a sus ochenta y dos tacos, ¿no se cansa de vendernos su grotesco disfraz de dandy perdido en la casa de los horrores?

Vale, de acuerdo, su Feria de las Vanidades es una obra maestra. Tan de acuerdo como que Yo, Charlotte Simmons, fue la última. ¿Qué hay de nuevo en Bloody Miami?  Hay, desde luego, mucho más de lo mismo. De entrada un formato tan excesivo  como todo en él -otras seiscientas páginas babeando por merecer el rango de "la gran novela americana"-.  Enseguida la ambición por construir una gran novela coral, esta vez en torno al microcosmos del Miami, crisol de etnias, lenguas y naciones, entendido como el gran melting pot de la nueva América, donde los wasps  no representan más que el 10% de la población. Un alcalde latino, un jefe de policía negro, y nada más blanco que el terno de Wolfy, sumo sacerdote de un góspel vagamente satírico, monumentalmente pretencioso, cuajado de personajes previsibles hasta la náusea, igual que una vieja receta con todos los ingredientes para satisfacer todos los paladares -carnívoros y vegetarianos, macrobióticos y vampíricos-, con un solo pequeño, minúsculo, casi insignificante hándicap: carece hasta el escándalo de esa especia sureña que podríamos llama Tom Wolfe himself, y, hèlas, la receta no funciona. Desde la primera página te vence la impresión de estar leyendo, no una novela de Tom Wolfe, sino su pálida copia.

No se puede decir, sin embargo, que sus marionetas no hagan todo lo posible por atenerse a las más deleznables normas del tópico. Preside el reparto un tiburoncillo recién salido de Yale -¿no se lo podía haber ocurrido un nombre menos ominoso que John Smith?-, emblema de los wasps en vías de extinción, aunque eso sí, con todos los atributos de lo plúmbeo y lo cien veces previsible: es guapo, ambicioso, seguro de sí mismo, y, horror, ¡carece de escrúpulos! No se puede decir mucho más de la bellísima Magdalena, veinticinco años, loca por ascender en la escala social, pero, ah, oh, pobre desventurada, tan incapaz de detectar a los pérfidos villanos que rondan sus prietas y jugosas carnecillas como de pillarle la gracia a los guiños culturetas que asedian sus inmersiones sonámbulas en camas si hacer. No falta un psiquiatra como surgido de las masturbaciones juveniles de Woody Allen. Se llama Norman -lástima que no se apellide Bates (Alfred Hitchcook, Psicosis)-, y se aprovecha de las mil y una  neurosis de sus pacientes, ¿para qué?, para integrarlas en un fresco pretendidamente freudiano -línea Lucien-, donde escarnece una sociedad subyugada por las apariencias -más vanidades a la hoguera-, algo que le fascina y le aterra a partes iguales.

Uf, lo que se sufre leyendo todo esto, no tanto por sus exageradas pretensiones, sino, sobremanera, a cuenta de sus clamorosas carencias. Tanto ropaje de capas vampíricas, tanto malditismo presuntamente provocador bajo el big businness de su abominable merchandaising, y te encuentras con que debajo de tanta farfolla este Tío Tom blanco no tiene ya nada que contar acerca de la negra complejidad de la existencia, como si hubiera olvidado lo esencial del juego novelesco a fuerza de preocuparse por la puntuación -sobrecargada de puntos suspensivos-, el sexo -imposible un par de tetas que se libren de una descripción rijosa con pretensiones de lúbricas-, y, una vez más los tópicos más gastados del oficio -todas las latinas son bombas sexuales, todos los rusos son oligarcas corruptos, todos los periodistas son venales, pero felizmente, un joven policía y un joven reportero, milagrosamente incontaminados, unirán sus fuerzas para la que la verdad resplandezca finalmente y el amor triunfe-.

A los ochenta años Philip Roth tomó la sabia decisión de dejar de escribir. Si Tom Wolfe, dos años mayor, hubiera hecho lo mismo nos hubiera dejado como testamento una excelente novela, Yo, Charlotte Simmons. Dada su genealogía vampírica -los vampiros nunca mueren-, es de temer que antes de 2015 nos sorprenda con una nueva entrega de sus memorias de ultratumba. Es lo que tiene la gloria cuando se alía con la inmortalidad. Dalí acabó firmando las  calabazas del Un, dos tres, y creyéndose un genio. Wolfe sigue creyendo que sus colmillos dejan una huella indeleble en la yugular de la sociedad contemporánea. Lástima que todo en él sea prótesis, me da igual dental que literaria. Tiene que ser muy duro posar como el príncipe del nuevo periodismo y que tus dentelladas ya no sepan más que a Corega Tabs. Bloody Miami, muy cierto, pero solo para vampiros desdentados.

 

 

Ábrete, Sésamo

ÁBRETE, SÉSAMO

Álvaro  Bermejo 

 

Sesamo1

 

En vísperas de una noche mágica como es la Noche de Reyes, dos nuevas ediciones de la colección de cuentos más celebrada de todos los tiempos vienen sin duda muy a cuento para hablar de Las mil y una noches. Evocamos a Shahrazad, la ingeniosa muchacha que consiguió esquivar la muerte narrando cada noche un relato maravilloso ante un califa insomne, y con cada una de sus historias nos preguntamos si la literatura puede desafiar a la vida. Como en el desafío del genio ante Aladino, dentro de este libro de libros arde una lámpara incandescente que ilumina más de dos mil años de historia. De hecho, en las tablillas de la biblioteca de Asurbanipal ya existía una que contiene el embrión de las Mil noches. De siglo en siglo, de Persia a la India, del sánscrito al chino, hasta el árabe de los abasíes y los omeyas, este libro-sueño, obra abierta por excelencia, ha venido creciendo a partir de su propia leyenda sin que se sepa a ciencia cierta cuál fue su comienzo ni dónde paró su final. Un enigma más, entre las muchas paradojas que envuelven su misterio y su sentido. 

 

Sesamo2

 

Por ejemplo, no deja de ser paradójico que ésta, la única obra árabe incorporada al acervo de la literatura universal, constituya en su propia cultura un libro marginal y despreciado, mientras que en Occidente goza de una inmensa popularidad desde que Antoine Galland emprendiera su primera traducción, en el siglo XVIII.  Pero si esta evidencia ensancha nuestra autocomplacencia, hay otra paralela que nos invita a una cura de humildad: y ésta viene a decirnos que toda la literatura europea, en todos sus géneros, es deudora de las Mil noches. Si hablamos de novela de caballerías, aquí aparece la primera bajo el yelmo de Omar al-Numán. Si hablamos de literatura picaresca, hay que pedirle permiso al viejo beduino y a su cofradía de ciegos. Si queremos historias de amor, aquí las encontramos en todas sus variantes, desde la lírica a la satírica, pasando por la trágica.  Si buscamos una buena novela negra, aquí nos espera el primer detective de la historia, el despistado Djafar al-Bermeki. Si queremos fábulas de animales al estilo de Calila y Dimna, historias de trotaconventos a la manera de La Celestina, prefacios a La vida es sueño, avances del mejor realismo mágico o cuentos didácticos, incluso discursos sobre las excelencias de los dos sexos, volvamos a escuchar la melodiosa voz de Shahrazad, Sesamo3no ya en palacio, sino entre los fuegos del caravansar donde también se sientan Sindbad y Alí-Babá. 


El primero, viaje sobre viaje, nos hablará del pez-isla, del inmenso ave rok cuya carne rejuvenece a los hombres, de un caballo de bronce que se convertirá con Cervantes en Clavileño, y también de un Polifemo previo al de Homero, como él mismo es un Marco Polo antes de Marco Polo. Pero, ¿quién es Alí-Babá?  Tal vez un desdoblamiento de Shahrazad, porque no en vano dentro de esta obra misteriosa todo se da por duplicidades: El poderoso rey Shahriyar y su hermano Shahzamán, Nur al-Din y su hermano Sam al-Din, Sindbad el marino y Sindbad el cargador, por supuesto Shahrazad y su hermana Dunyazad. También los insólitos Efrits, los genios benéficos o maléficos constituidos de humo y encerrados en botellas. Dentro del libro, el juego continuo entre sueño y realidad y, en suma, la doble lectura, culta y popular, durmiente y despierta,  que resume el sentido de todos sus relatos.

Para abrir la cueva del tesoro de los cuarenta ladrones es necesario detenerse ante la puerta y decir: Ábrete, Sésamo. Desde la infancia, hemos escuchado miles de veces este conjuro. ¿Nos hemos preguntado qué significa? Una lectura rápida nos llevaría a disculparlo como una  ingeniosa licencia: Qué mejor lugar para ocultar un tesoro que el nombre de una semilla insignificante. No obstante, una lectura detenida podría ofrecernos  no sólo la clave de este abracadabra, sino el sentido oculto de las Mil Noches.

 

Sesamo4 

 

En sus Meditaciones de la Meca, Ibn Arabí, el gran místico del Islam, cuenta cómo después de la creación de Adán a Dios le quedó un poco de arcilla en las manos y con ella creó la palmera, que es por eso la hermana de Adán. Y todavía después le quedó un resto de arcilla casi invisible, equivalente, nos dice, "a una semilla de sésamo". Pues justamente con esa minucia, nos cuenta Ibn Arabí, creó una puerta que da paso a un mundo grandioso: Hurqalya o la tierra de la Verdadera Realidad; el intramundo donde habitan todas las imágenes, el país de la imaginación, de las ideas y las maravillas.

Sesamo5

Si existiera una relación entre ambas tradiciones, si la historia de Alí Babá recogiera de alguna forma la leyenda sufí, entonces el relato de las Mil y una noches no sería otra cosa que una versión popular de una doctrina esotérica. Una especie de relato iniciático que nos cuenta cómo Alí Babá encuentra la forma de entrar  en el lugar donde  se encierran las verdaderas realidades y la sustancia de las experiencias espirituales, los tesoros.

Por eso se le hace necesario decir Ábrete Sésamo, porque la puerta de esa cueva -cuya relación con la caverna platónica resulta obvia-, es literalmente la Puerta del Sésamo cuyo paso depara la inmortalidad. 

Sin moverse de la alcoba de Shahriyar y en apariencia sólo con el propósito de eludir su muerte, también Shahrazad inventa la inmortalidad. De hecho, hasta la versión canónica de las Mil noches no llega a reunir más de setecientos relatos. ¿Dónde están los restantes?  Tal vez en los otros viajes de Sindbad más allá de la isla magnética, en la doble vida del califa Harum al-Rashid, a medio camino entre Damasco y Basora, o en ese tiempo entre la noche y el alba donde Shahrazad detiene su voz, en el umbral de las Puertas del Sésamo, antes de adentrarse en otra historia. 

 

Sesamo6

 

Frente a la mujer que cuenta para sobrevivir, Alí-Babá o el buscador espiritual que ansía la verdadera realidad a través de una ficción. Y junto a esta paradoja otra más que también es doble. Por una parte, no deja de ser curioso que una cultura donde las imágenes están prohibidas haya sido capaz de crear la Teoría de la Imaginación más profunda y más sutil que se conoce.  Tanto como esa semilla de sésamo que contiene todas las claves de una mística ancestral, ocultas en la obra más fantasiosa y divertida de la literatura árabe.

Como en un juego de espejos, esa semilla de sésamo se refleja en el Aleph de Borges y en el Zahir de Calvino. Pero también en todo lector que se acerque a este libro prodigioso en busca de un tesoro. Según como lo lea, niño o adulto, cada cual encontrará el suyo. Por los tres hijos que le dio durante aquellas mil noches, Shahriyar liberó a  la doncella de su condena a muerte como hacía con todas las de su harén después de quitarles la virginidad. En realidad, Sherezade le dio mucho más. Le regaló mil vidas y una más que es siempre la nuestra. Es decir, la de todo aquél  que pronuncia el conjuro, Ábrete Sésamo, para adentrarse en esa Tierra Virgen de todos los Imaginarios. Mil y una noches, mil y una lecturas. Libro de muchos, tesoro de todos.

 

Álvaro Bermejo 

 

 

anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del autor 

¿Qué celebramos?

 

¿QUÉ CELEBRAMOS?

Álvaro Bermejo

 

La pregunta se puede hacer a la manera de Balzac quien, una Nochebuena, engulló un centenar de ostras regadas con cuatro botellas de vino blanco, o a la de Víctor Hugo, cuya fruición navideña le llevaba a devorar las langostas sin quitarles el caparazón y a rematar la cena con un bocado de carbón, para destruir "las corrupciones del estómago".  La Navidad tiene un punto orgiástico que podemos denostar. Lo atribuimos al materialismo, al hedonismo ambiente, al paganismo ancestral, y no nos equivocamos. Pero es precisamente esa porosidad la que ha cimentado su universalidad.

Desde Helsinki a Ciudad del Cabo significamos esta efeméride presuntamente cristiana con abetos poco o nada habituales en el portal de Belén. Tal vez porque antes estaba el solsticio de invierno y el tronco en la chimenea -del que deriva nuestro Olentzero-, en torno al cual se reunían los escandinavos para pasar la noche más larga del año. Llegó el cristianismo y lo sustituyó por otros símbolos, el del nacimiento del Redentor, rápidamente homologado al de la Luz. Y también llegó Charles Dickens, el inventor de de Navidad en familia. Antes de su Cuento de Navidad se salía de casa para ir a la misa. Dickens propuso un ritual inverso: reunirse en casa. Esa Inglaterra que definía los rituales domésticos pasó el testigo a los EE.UU.,  donde se reinventó a su vez la figura de Papá Noel. Tal como lo conocemos hoy, nació de una ilustración del Harper's Bazaar, en 1886. Una década después absorbió a san Nicolás, el dispensador de regalos, para reforzar el carácter de la fiesta familiar.  Y acabó imponiéndose hasta en el mundo judío a través de Alemania: en la Europa de comienzos de siglo los niños judío-berlineses reclamaban regalos para parecerse a sus amigos cristianos. Pero un cristiano que decora un abeto rinde culto a los dioses olvidados de la Europa hiperbórea, mientras que un judío que enciende su candelabro Hanuka en Nochebuena, más que el éxodo de los Macabeos, ilumina los periplos de Santa Klaus.

 Exponente de la civilización global, la Navidad como paradoja multicultural también implica una segunda paradoja en lo que afecta al ámbito familiar: a mayor desestructuración, mayor énfasis sobre las bondades de la familia tradicional. Vuelta a los clásicos en un tiempo en que hasta nuestros dioses mutan.

¿La emergencia ecologista acabará configurando un nuevo mundo con Gaia como diosa tutelar? Es otra buena pregunta para no atragantarse de tanto espíritu navideño, con las ostras de Balzac. 

 

 Madrid -  20 de Diciembre de 2013 - Álvaro Bermejo

 

Literatura tóxica

LITERATURA TÓXICA:

NATILLAS Y JARRONES CHINOS

Álvaro Bermejo

 

El título me venía royendo el tímpano desde que despegué de París: noche de bohemia en el Qartier Latin, con parada en el Cabaret Toxique implementado por una banda de poetas nómadas, sector delirante, en la línea de Louis-Ferdinand Céline y Fréderic Beidbeger. ¿Habrá algo equivalente en nuestras letras? No dejaba de preguntármelo, ya en Madrid, cuando incurrí en el error, craso error, de asomarme al escaparate literario nacional. Torres babilónicas de los últimos premios Planeta: vuelve Amarrosa transmutada en Clara Sánchez y, ¡horror!, otra ministra que escribe. Poco me faltó para confundir la ópera prima de Angelines González-Sinde, "El buen hijo", con lo último de Zapatero, y ambos con cualquiera de la catarata de memorias a medio camino entre las natillas grumosas y lo directamente excremental que intoxican el panel de novedades.

 

Pedro Solbes y Alfonso Guerra, José María Aznar y Miguel Ángel Revilla, salen de las cloacas de la Historia en plan Soy leyenda para decirnos que los buenos hijos fueron ellos, precisamente ellos. Nada que ver con ese estilo memorialístico británico, no citaré a Winston Churchill, cuyo timbre de honor consistía en quemarse a lo bonzo ya en la primera página. Pero, para natillas genuinamente purulentas, lo último de Naty Abascal -100% Naty-, donde la Morticia High Style del difunto Duque de Feria emerge del ataúd para revelarnos sus secretos de glamour, al estilo Carmen Lomana: "sería una frivolidad por mi parte donar a los pobres alta costura".  Bravo por la momia mejor vestida de la pasarela. Con eso y unos manolos ya ha puesto en su lugar a la infame Maria Antonieta, cuando, al verse asaltada por una turba de hambrientos, dejó aquella frase para la historia del humanitarismo detrítico: "¿Que no tienen pan? Pues que les den croissants".

 

Así está el panorama nacional: librerías saturadas de natillas y jarrones chinos. Las primeras empalagan, los segundos molestan en todas partes. Mala solución evacuarlos por la vía literaria. A este paso las librerías acabarán confundiéndose con retretes públicos para casos de urgencia, agravados por el colon irritable que parecen sufrir el conjunto de nuestras celebridades. Ya hasta Mario Vaquerizo -ese emblema de la Pléiade megaprogre, sector Santillana-, ha resuelto su orientación sexual leyendo a los clásicos: hace un par de semanas casi se hace un hueco en Babelia tras asistir a la presentación de un libro escrito por Piqué padre, el yerno de Shakira, para dejarnos bien claro que lo más plus pasa por cruzar a Camus con Kesha y cantar a dúo My crazy beatiful life.

 

Tanto quejarnos de que no se lee y nuestras celebrities embarcadas en este viaje al fin de la noche que, a fin de ejercicio, dejará bien alto el pendón Wert de índices de lectura en nuestro país. Si es que somos unos ingratos. Solo la envidia y el resentimiento nos impiden reconocer que se lo debemos todo a Jorge Javier Vázquez y a Belén Esteban, pues son ellos y no nosotros -mucho menos vosotros-, los que definen la altura intelectual de esta España rutilante  -¿quién dijo garbancera?-, y ultraposmoderna que se va a comer el mundo. Lo dijo Madame de Staël a propósito de Robespierre: "sus rasgos eran innobles, sus venas eran de un color verduzco, profesaba sobre la desigualdad de las clases y de las fortunas las ideas más absurdas".

 

Escritorzuelos de mierda, lectores de este blog con tantas y tan vanas pretensiones, ¿qué os creéis? Jonathan Franzen descubrió la fuerza tóxica del lenguaje, como una revelación, tras su paso por el club de lectura de Oprah Winfrey. Aquí aún no hemos leído debidamente ese maelstrom de Françoise Sagan -Toxique-, donde narra su cura de desintoxicación como morfinómana,  probablemente tras haber tenido un sueño premonitorio en el que se vio leyendo 100% Naty. ¿Necesitaría sentirse al borde del coma etílico para poder apreciar el valor de la literatura excremental?

 

Lo profetizó Louis-Ferdinand Céline: "Vuestra democracia, vuestra cultura, vuestros valores, no son más que los de una oligarquía de mierda". Y de natillas, le faltó por decir, natillas envasadas al vacío en jarrones chinos. Es justo lo que predicaban aquellos hipsters del Cabaret Tóxico: la literatura del futuro será tóxica o no será. Es lo que define el gran momento español: Estamos a un paso de hacer realidad el postscriptum de Bagatelas para una masacre, y nosotros, sin enterarnos. 

 

 

Dime que soy sexy

 POR LO QUE MÁS QUIERAS

DIME QUE SOY SEXY

Álvaro Bermejo

 

No sé si estaréis conmigo en la sospecha de que, de un tiempo a esta parte, las revistas literarias de este país se van pareciendo cada día más al Hola. No lo digo por el papel cuché, aunque haya autores que merecerían más el papel de lija. Me refiero a las fotografías promocionales y, demasiadas veces, a los textos que las acompañan. ¿Qué fue del nuevo periodismo?, se preguntaba Tom Wolfe. La respuesta es: el rey ha muerto, ¡viva el Photoshop! Da igual que el retratado sea un dinosaurio de la Academia que una de tantas lolitas  efervescentes, algunas ya cumplida la cincuentena, que posan sobre las mesas de novedades como si lo hicieran sobre el photocall de la pasarela Cibeles. A juzgar por lo que dicen sus imágenes de marca, J.K.Rowling ha comenzado a parecerse a Kate Winslet, Laura Falcó ha suplantado a Sharon Stone, y, en fin, qué decir de las princesitas de hielo que escriben novelas superescalofriantes, como Camilla Lackberg. Entre unas y otros, yo ya estoy tan sobrepasado que casi  confundo a Antonio Muñoz Molina con  Amaia Salamanca.

Por supuesto, todos queremos salir en la foto con veinte años menos y epatando al lector, aunque sea por la vía creepyshow, como es mi caso. El problema comienza cuando  advertimos que el icono publicitario está al servicio de un producto de mercado, donde el texto, el libro, la calidad de la escritura, es una cuestión secundaria. Tal como lo corrobora la propia crítica literaria, reducida hoy a un oficio de enjabonadores mejor o peor pagados, no ya por los directores de las revistas o los suplementos, sino por los contables de los medios, amos y señores del negocio, cuyo único imperativo categórico es conseguir más y más publicidad de las grandes editoriales que se anuncian en ellos. 

El bluf de su Vida imaginaria dejó  al desnudo que la finalista del Nadal, Mara Torres, era todo imagen, una imagen, ciertamente rebosante de candor. La pregunta es: ¿cómo es posible que una novela decididamente pésima haya llegado a merecer un premio semejante, avalado por un jurado compuesto por literatos supuestamente venerables, como Pere Gimferrer o Emili Rosales, a los que se les supone, igualmente, un cierto decoro en sus apreciaciones?  Transcribo la respuesta de un prestigioso editor a un  joven valor indignado: "¡Aquí no se entra más que con una reputación ya hecha! Hágase una celebridad y nadará en un mar de oro!" Parece muy actual, pero tiene más de cien años. Sion las palabras del editor Dauriat al joven Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

La lectura de los clásicos siempre es reconfortante. Te demuestra que lo verdadero no prescribe, pero también que nuestros males son los de nuestros tatarabuelos. Al menos desde el siglo XIX, la economía del libro iba unida a una imagen, a un nombre, a una red de relaciones -familiares, sociales, políticas-, en virtud de las cuales lo esencial para ser publicado, premiado y reconocido por los corifeos mediáticos, es estar en la crema catalana -ah, el dulce encanto de su vieja burguesía-, en la pomada madrileña,  o en la almohada de alguna de esas agentes literarias que deciden, evidentemente por ciencia infusa, jamás por su soberano capricho, cuál será del gran lanzamiento de la temporada.

En la novela de Balzac el ingenuo y sanguíneo Rubempré -recordemos: aquel por  quien Oscar Wilde lloró por última vez, ahora sabemos por qué-,  se dirige a la casa del editor más influyente de París  para presentarle un poemario. Dauriat, el editor, se muestra de entrada reticente. Su primer argumento es que recibe montañas de manuscritos  que apenas tiene tiempo de hojear. Se siente tan agobiado que se está planteando algo revolucionario: organizar un comité de lectura para que le ayude a discriminar los textos. Pero claro, continúa, "entonces también necesitaré un administrador para pagar al comité, y montar una oficina, y sesiones para deliberar, con primas de asistencia, y un Secretario Perpetuo que me presente los informes". Naturalmente eso cuesta dinero, mucho dinero.

Sobre ese pie, avanza un segundo argumento: ¿Qué garantía supone un autor desconocido, por muy buena que sea su obra? "Yo no me implico en publicar un libro donde invierta dos mil francos para ganar dos mil francos. Yo especulo con la literatura, joven -continúa, dejando a las claras que no es una hermanita de la Caridad, sino un corredor de Bolsa disfrazado de editor-. No sabe usted lo que cuesta  introducir un nombre nuevo, un autor y su libro. Tanto o más que hacer triunfar las Memorias de la Revolución, una fortuna. Señor mío, yo no estoy aquí para ser el zócalo  de las glorias futuras, sino para ganar dinero y compartirlo con los hombres célebres".

Es muy posible que el discurso del esforzado Dauriat os suene a algo. Lástima que con el tiempo esa virtud revolucionaria, la de hablar a las claras y presentarse tal como uno es, haya caído en desuso entre nuestros augustos gremios editoriales y mediáticos. No conozco ninguno que no pose como un esforzado don Quijote de las letras, cuando, la mayoría de ellos -a más divino más humano, demasiado humano-, tienen bastante más en común con el Dauriat de Balzac, por no mentar al Harpagón de Molière.

Cierto, el suyo es un negocio como otro cualquiera. Apuestan por la celebridad  como condición previa, y es comprensible, siempre que no sea excluyente. Ya entraría dentro de lo bochornoso, al menos para el estado de nuestras Letras, que fiaran más en los montajes promocionales, en las relaciones sociales de casta y cúpula, en los validos y los favoritos de aquí y allá, en las presentadoras con encanto aunque sin talento, o en las casas de mancebía en que se han convertido buena parte de nuestras agencias literarias más reputadas.

Hoy por hoy, en las letras hispánicas, importa más una buena promoción, una buena fotografía, un buen photoshop, que una buena crítica. Eso, cuando la crítica no forma parte del photoshop mismo. Fue la desgracia del ambicioso Lucien de Rubempré. Si hubiera nacido hoy, ya convertido en un clásico gracias a Balzac y embellecido  con un rostro de vampiro a lo Crepúsculo, sus ilusiones perdidas serían, sin duda, la gran sensación de la temporada.  

Madrid - 27 de Febrero de 2013 - Álvaro Bermejo