Anika entre libros

El salón de los muertos. El origen de "Ajuar funerario"

Fernando Iwasaki, julio 2007


Andrés Trapiello ha conseguido que todo el mundo sepa que en las casas antiguas había un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos y un salón que llamaban de Pasos Perdidos y que comunicaba con todos los demás. Sin embargo, en la casa limeña de mi abuela había un salón inquietante y distinto: el Salón de los Muertos, donde velaban a nuestros familiares a medida que iban muriendo. Y una noche de 1970, cuando tenía ocho años, me obligaron a dormir ahí.

Durante la promoción de "Ajuar funerario", mi último libro de microrrelatos de terror, los periodistas querían saber cuánto de Poe, Lovecraft o Hoffmann crepitaba en aquellas historias, pero yo traté en vano de hacerles ver que fueron las historias de la casa de mi abuela las que me prepararon para leer a Poe, Lovecraft y Hoffmann. Ahora les hablaré de aquella casa, que por cierto fue demolida y actualmente es un bingo.

Era un caserón antiguo, con huerta y corrales para animales, de altos techos y corredores largos, donde las habitaciones clausuradas de los tíos muertos le daban un aire de mausoleo. Mi hermano mayor y yo no podíamos correr de noche por el jardín, porque podíamos encontrarnos con el espíritu irritado de nuestra bisabuela. Tampoco podíamos jugar en un patio interior porque una cruz en el suelo señalaba el lugar donde había muerto una niña mientras saltaba a la soga. En la huerta se le había aparecido el diablo a un chico que fue despedido por ratero, y una puerta medio chamuscada era la prueba del manotazo satánico. Nunca nos acercamos a esa esquina del patio, y especialmente porque el tío Daniel era médico y en aquel cuarto guardaba las calaveras que utilizaba cuando era estudiante.

Abuela vivía con dos hermanas solteras que le hacían la vida imposible a mi abuelo, y con una criada llamada Guillermina, que era en realidad quien mandaba en aquel caserón. Guillermina decía que curaba el mal de ojo, degollaba a las gallinas que almorzábamos los domingos entre mil remordimientos y era la encargada de vestir a los muertos antes de los velatorios. Guillermina se reía cuando mi abuela y mis tías la reñían, y las amenazaba con enterrarlas sin calzón. «Acuérdese que yo la tengo que amortajar, señorita Merce», se reía Guillermina con su carcajada de bruja, y yo me acordaba de «La momia» de Boris Karloff y me negaba a besar a mi tía Merce.

En "Ajuar funerario" resuenan los ecos de Borges, Quiroga y Maupassant; pero también pululan por ahí el corredor de los cuartos de los tíos muertos, el fantasma irascible de mi bisabuela, la risa heladora de Guillermina, el crucifijo sangriento de la cómoda de mi abuela y aquel Salón de los Muertos donde pasé una noche siniestra de 1970. Abuela estaba muy grave y mamá nos llevó a Lima porque entonces vivíamos en Arequipa, una ciudad de volcanes al sur del país. Mi hermano mayor y yo nos sentimos aterrados en cuanto supimos que nuestras camas se habían preparado en el Salón de los Muertos. «No se les ocurra salir -nos amenazó Guillermina- que esta noche los fantasmas de la casa están hirviendo». Había un cuadro tiznado del Corazón de Jesús, una foto de la niña que se desnucó saltando soga y hasta los cirios con las velas del último velatorio.

Ignoro por qué abuela tenía la curiosa costumbre de contarnos cuentos de terror cada vez que la visitábamos, mas así descubrimos cómo era la soledad de los niños ahogados, el sufrimiento de las ánimas benditas y el castigo eterno de los niños desobedientes. Hoy sé que sólo se trataba de embustes, pero entonces jamás puse en duda que al infierno te podías ir por dormir con la luz prendida, por coger más galletas de la cuenta o por no persignarte al pasar delante de una iglesia. ¡Qué oscuro estaba ese cuarto donde nos habían encerrado! ¿Y si encendíamos las velas? Mejor no, le rogué a mi hermano, porque abuela nos había dicho que las velas de los velatorios atraían a los muertos que habían sido velados con ellas.

Una cosa es el realismo mágico y otra muy distinta la pedagogía teratológica. Pavlov educó a su perro con el condicionamiento clásico, pero yo fui un niño educado con el condicionamiento terrorífico. Si mentía, le apretaba la corona de espinas al Cristo de la cómoda. Si no rezaba, atormentaba a las ánimas del purgatorio. Si decía una mala palabra, podía venir el diablo para abofetearme. Por eso en Lima había tantos terremotos: demasiados pecadores, demasiadas ofensas, demasiados barrabases. Una vez nos pilló un temblor en casa de abuela y jamás olvidaré cómo fuimos obligados a ponernos de rodillas para rezar a gritos: «¡Aplaca Señor tu ira, tu venganza y tu rencor!». Todos esos terrores seguían vagando por mi memoria hasta que los convertí en las perlas negras de "Ajuar funerario".

La literatura de horror puede llegar a ser opresiva, pero los recuerdos inquietantes de la infancia son los peores. El niño que fuimos sigue sintiendo miedo y sólo hace falta rasgar el velo, tocar la tecla precisa o hundir el bisturí en el cuerpo adecuado. Todos conservamos en la penumbra del inconsciente una pesadilla, un temor, una culpa o un presentimiento, que -como los perros de Tíndalos- son capaces de olernos y de correr hacia nosotros desde los pantanos más profundos de nuestra memoria. Escribí "Ajuar funerario" cuando comprendí que a veces sueño que nunca salí del Salón de los Muertos de la casa de mi abuela.

Un periodista me preguntó si los microrrelatos de "Ajuar funerario" son pastillas para el miedo. No. En realidad son supositorios de terror.

+ Fernando Iwasaki

 

 

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