Anika entre libros

El cuerpo de los libros

Andrés Neuman, enero 2007


Una pregunta íntima: ¿usted mima los libros? ¿Los dobla? ¿Los estruja con pasión? ¿O los deja inmaculados, como quien respetase una virginidad? Hay lectores sigilosos y lectores lúbricos. Algunos prefieren sobrevolar suavemente las páginas, dejando en el libro una memoria sin huellas. Otros gozan entrando en el libro y pisoteando sus alfombras, cambiando de sitio los muebles, frotándose con sus paredes como un animal curioso.

Confieso que estoy entre estos últimos. Aunque, como fetichista, disfruto enormemente de las ediciones bellas y cuidadas, lo que me gusta de verdad es profanarlas. Comprar medias de exquisita seda para luego probarlas con los dientes. Quizá por eso, salvo excepciones voluminosas, me intimidan las tapas duras: son libros más para mirar que para sostener en brazos, más para admirar que para perder la compostura con ellos. Detesto que los márgenes sean escasos, porque nunca sé dónde poner los dedos y se me hace difícil tomar notas. Las tipografías pequeñas -esa anorexia de las imprentas- me parecen un atentado contra el deseo del lector.

No sé usted, pero yo lo primero que hago al comprar un libro es meter mi nariz indiscreta entre las páginas. Me emociona oler y adivinar la tinta, la celulosa e incluso el pegamento. Si fuera un vampiro (¿y qué lector no lo es?), diría que me encanta percibir cómo fluye la sangre de los libros. También me gustan los libros viejos; su piel seca y oscurecida huele a chocolate. No tengo nada contra los prosaicos libros de bolsillo: nos permiten llevarlos siempre encima como si fueran un artículo de emergencia, un botiquín secreto. Tampoco me enloquecen las primeras ediciones y esas cosas tan caras: son libros entristecidos, reliquias de vitrina que uno teme palpar.

Amo las bibliotecas públicas, porque en ellas el placer en grupo y la promiscuidad están bien vistos. Sin embargo, en el fondo, me incomoda prestar o que me presten libros. Suelo anotar salvajemente mis ejemplares y me asusta perder las notas. Leer libros ajenos de algún modo me frustra, pues debo renunciar a escribir en sus páginas. Naturalmente, estos celos me avergüenzan. Así que suelo disimularlos y prestar mis libros de todas formas. Cada vez que lo hago, sufro como un Otelo hasta que vuelven a casa y me juran que son míos, sólo míos.



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