Anika entre libros

el niño perdido

Ficha realizada por: Héctor Pascual
el niño perdido

Título: el niño perdido
Título Original: (the lost boy, 1937)
Autor: Thomas Wolfe
Editorial: Periférica


Copyright: © Editorial Periférica, 2011
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas
1ª Edición, Octubre 2011 ISBN: 9788492865413
Etiquetas: adaptación autobiografía autobiográfica autobiográfico autores basado en hechos reales biografía escritores estadounidenses literatura americana literatura estadounidense literatura norteamericana norteamericanos

Argumento:


Grover Wolfe, hermano del autor, es un niño de doce años con una sensibilidad y una madurez extraordinarias. En 1904 la familia Wolfe se traslada desde Asheville hasta Saint Louis donde se está celebrando la Exposición Universal. La muerte repentina de Grover en Saint Louis desencadena, casi treinta años después, esa búsqueda del «niño perdido», del hermano muerto, por parte del autor.

Opinión:


El niño perdido  es uno de los textos más hermosos y conmovedores de la literatura americana del siglo XX. Punto.
 
Nos encontramos ante una historia sutil, frágil, con un ritmo sosegado e imperceptible como esos veinte o veinticinco minutos de luz cambiante (minúsculamente cambiante) entre el rayar del alba y la salida del sol. Una historia engastada en una prosa tremendamente original, maravillosamente traducida por Juan Sebastián Cárdenas; una prosa que podría calificarse de «impresionista», donde la experiencia autobiográfica se diluye en un lirismo sencillo y doloroso. Saboreando sus páginas nos internamos en un espacio para el recuerdo. Regresamos al espacio de la infancia. Pero al mismo tiempo asistimos a la confección de un retrato melancólico de la América del Medio Oeste, a una sentida meditación sobre el paso del tiempo que es a su vez una elegía a la muerte de las ilusiones.
 
En el centro de esta nouvelle ambientada a principios del siglo pasado se encuentra la figura de Grover, «un niño serio de ojos oscuros […] Demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad»; un niño al que los pianos le recuerdan ataúdes y la plaza central de Asheville le parece el pivote sobre el que gira el planeta, «el núcleo granítico de la inmutabilidad, el lugar eterno donde todo confluía y pasaba, aquello que duraría para siempre y que nunca cambiaría». Hermano mayor del propio Thomas Wolfe, Grover falleció de tifus cuando Thomas tenía apenas cuatro años. Por eso, en el centro de la novela, junto a ese niño de ojos oscuros y semblante serio que medita sobre lo que cambia y sobre lo que permanece, palpita también un dolor: el dolor sereno y devastador de su pérdida.
 
El gran logro de Wolfe estriba en cómo le dar forma literaria a este material tan personal e íntimo para crear un homenaje sentido y un texto de calidad excepcional que apenas llega a las cien páginas de extensión.

Parte de ese logro reside en la estructura de la nouvelle, que emplea cuatro tiempos marcadamente diferentes para narrar la historia. En la primera parte, de un costumbrismo lirista, un narrador en tercera persona nos habla de Grover y de su mundo: la plaza, la fuente de la plaza, la luz cambiante de las tres de la tarde, el retumbar de las campanas, el almacén de comida del señor Garrett; y en el centro de ese universo coloca al niño de rostro serio y ojos oscuros que todo lo observa. El desagradable incidente con el tacaño matrimonio que regenta la pastelería de la plaza nos muestra el carácter de ese niño «extranjero de la vida, exiliado en la vida, hace mucho tiempo perdido como todos nosotros».
 
En las dos siguientes secciones nos encontramos con dos voces en primera persona que se dirigen a un oyente (el autor): la voz de la madre de Wolfe, y la de su hermana Helen. Estas voces hablan ya desde la distancia del tiempo, usan el ritmo y la elipsis para recordar a ese niño eterno de 12 años que encontró la muerte en Saint Louis. Finalmente, en la última parte, tenemos el relato en primera persona del propio Wolfe cuando, a mediados de los años treinta, regresa a la ciudad de Missouri en busca de la casa donde vivió con su familia cuando tenía cuatro años y donde falleció su hermano. 
 
De todas las imágenes y recursos que Wolfe emplea para darle unidad y visibilidad a su relato me gustaría señalar uno en particular, una imagen que se repite en cada una de las cuatro partes y que es, en cierto modo, la síntesis poética de la infancia: un niño que observa el mundo con la cara pegada a un cristal.
 
En la primera parte son los escaparates de las tiendas los que captan la atención de Grover y los que enmarcan la vida americana en una pequeña ciudad de provincias; en la segunda, es la ventana de un tren con parada en Saint Louis a través de la que Grover observa los campos y las granjas de la América rural del Medio Oeste, comenzando a percibir esa inmensidad del continente, esa gran ausencia, ese vacío atronador tan eterno como el Tiempo; en la tercera, es la vitrina de un sórdido restaurante contra la que Grover y su hermana Helen aplastan la nariz la que nos habla de la vida en una gran ciudad; finalmente, en la cuarta parte, el cristal perderá su condición de material para convertirse en lente: la lente del tiempo a través de la cual el narrador observa la habitación donde falleció Grover.    
 
En esa distancia, en ese observar mudo y curioso a través de un cristal, Wolfe recrea la América polvorienta de su infancia a la vez que retrata el asombro de la existencia y la melancolía nostálgica que los niños también intuyen, esa melancolía que parece flotar como el espíritu de Dios en las aguas del tiempo, sobre los campos inmensos y vacíos del Medio Oeste.
 
Héctor Pascual

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