Carmen Santos (Miguel Strogoff. Julio Verne)

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Carmen Santos

(Escritora)

Miguel Strogoff Julio Verne

Miguel Strogoff, el correo del zar, entró en mi vida en plena adolescencia, cuando yo tenía unos catorce o quince años. Todavía vivía en Düsseldorf, la ciudad alemana a la que emigraron mis padres a principios de los años sesenta. Devoraba con frenesí los libros de Enid Blyton que me prestaba una amiga germana, poseedora de la colección de literatura juvenil más portentosa que he visto jamás. Mis amigos literarios de aquella época fueron Los Cinco, Las mellizas del colegio Santa Clara, las alumnas de Torres de Mallory y sus fantásticas fiestas de medianoche, con baños furtivos en la piscina del internado y posterior deglución de galletas, sardinas en lata, chocolate y demás mezclas explosivas que, sin embargo, nunca les sentaban mal. Al menos, no recuerdo que Enid Blyton castigara a sus personajes con un monumental empacho tras aquellos excesos nocturnos.

Y entonces llegó Miguel Strogoff, una de mis primeras novelas "de mayor". El modesto libro de bolsillo, impreso con letra minúscula, no apta para vistas cansadas, me atrajo desde el estante de la librería por su título evocador: "Der Kurier des Zaren", el correo del zar. ¿Qué adolescente romántica se habría resistido a semejante promesa de aventuras, duelos de honor, tal vez amoríos galantes de un bello oficial con vistoso uniforme, como los que mostraban las películas de Hollywood? Huelga decir que el apuesto oficial vino conmigo a casa. Desde las primeras páginas, Strogoff prometía: un bello espécimen con cuerpo de hierro y corazón de oro. Alto, fuerte y de anchos hombros. 180 libras de peso y ni un gramo de grasa. Ojos profundamente azules. Un hombre valeroso, de decisiones rápidas, que jamás se mordía las uñas, según Verne. Su misión: recorrer bajo identidad falsa los miles de kilómetros que separan Moscú de la ciudad siberiana de Irkutsk para advertir al hermano del zar de la conspiración preparada por el traidor Iván Ogareff para asesinarle.

Durante días acompañé a Miguel Strogoff durante su viaje en tren, surqué el Volga en barco de vapor y atravesé los Urales sacudida por un carruaje tirado por percherones siberianos, desafiando tormentas, animales salvajes y a los tártaros sublevados, erigidos por Julio Verne en paradigma de la crueldad. Conocí a dos corresponsales de guerra, uno inglés y el otro francés, que reunían en sus personajes todos los tópicos que solemos asociar a sus respectivas nacionalidades. Y permití que el apuesto Strogoff se enamorara de Nadia, la muchacha que viajaba a Siberia en busca de su padre deportado por razones políticas. Un personaje femenino valiente y decidido, que de protegida de Strogoff pasa a ser protectora suya después de que los feroces tártaros dejen ciego a nuestro héroe. Un detalle a agradecer, teniendo en cuenta que en las novelas decimonónicas no abundan las féminas tan resueltas. Y en medio de esta sucesión de peripecias sobresalía él, el correo del zar, empecinado en cumplir su misión con honor, aun a riesgo de exhalar el último aliento en su empeño. Un hombre íntegro, de una pieza, sin dobleces, que jamás retrocede "ni se muerde las uñas". Un hombre que desafía a sus torturadores con el orgullo íntegro y no suplica piedad cuando el verdugo pasa por delante de sus ojos una espada al rojo vivo para dejarle ciego.

Conforme he ido haciéndome mayor, la vida me ha demostrado que nadie es de una sola pieza, que todo el mundo retrocede alguna vez ante un peligro y se muerde las uñas de miedo, aunque después tal vez logre recomponerse y avanzar con mayor ferocidad, o quizá no se recupere nunca. Que la vida no es sólo blanca o negra, porque existen muchos colores intermedios. Pero, gracias, Miguel Strogoff, correo del zar, por ayudarme a soñar de adolescente con un mundo sencillo donde vence la justicia y los buenos reciben su recompensa.

Firma: Carmen Santos, junio 2007