Álvaro Bermejo

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EL BOSQUE DESENCANTADO

 

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'EL BOSQUE DESENCANTADO'

Álvaro  Bermejo

 

Como todos los veranos, tal vez cada verano un poco más, mil hectáreas más, un pulmón verde menos, asistimos al ritual de lamentos que acompaña el espectáculo de los incendios forestales. Sabemos que en cada uno de estos holocaustos se quema mucho más de lo que se ve. Pero con ser enorme el daño sobre los ecosistemas, conviene no olvidar que la memoria colectiva también es un capítulo importante de la ecología humana. Y que, en gran medida, incluso las raíces mismas de nuestra civilización, surgen de los bosques.

Así como sucede con todas las poderosas manifestaciones de la vida, los bosques generan en el hombre un sentimiento contradictorio de angustia y serenidad, de opresión y liberación. Sin embargo, casi desde los orígenes, sólo hemos entendido nuestro crecimiento como una guerra continua contra nuestro entorno para construir ciudades que, en ocasiones, recuerdan la entropía de una jungla caótica y deshumanizada donde evidenciamos nuestra desarmonía con nosotros mismos. Ya en la obra literaria más antigua de la humanidad, la Epopeya de Gilgamesh, el legendario rey de Uruk encuentra su primer enemigo en Humbala, el demonio del Bosque de los Cedros.

 

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No obstante, entre los griegos cada divinidad tenía su bosque sagrado, por eso a ningún mortal se le consentía cortar ni uno sólo de sus árboles. Entonces el castigo corría a cargo del terrible dios Pan, así como dos milenios después Jung identificará los terrores "pánicos" con el temor a las revelaciones del inconsciente.

 

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En términos medievales y en ese otro bosque de alegorías que encierra la Divina Comedia del Dante, el bosque se asocia al olvido de Dios, territorio metafórico del pecado, espacio de la magia tenebrosa donde lo inanimado se anima, donde la línea recta se convierte en círculo para perder al santo ermitaño o al esforzado caballero. También entonces, mientras los bosques eran progresivamente desencantados, nos encontramos con la poesía de Petrarca y Garcilaso empeñados en reencantarlos con todo su lirismo.

 

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Esta pulsión irá en ascenso, a medida que se configura la civilización industrial, con las grandes odas románticas de Shelley y Leopardi que, leídas hoy, suponen la prehistoria literaria de todo el movimiento ecologista. El bosque deja de presentarse como frontera del hombre y recupera su lugar en nuestro imaginario como espacio de una regeneración que nos reconcilia con nuestras raíces más humanas. Así, mientras los hijos de la filosofía de las Luces expresan su dominio racional de la naturaleza, caracterizado por la explotación sistemática de los bosques, sus nietos regresan hoy a ellos buscando entre sus sombras vestigios del reencantamiento.

Por una extraña paradoja, en este tiempo en que la desforestación planetaria ha llegado a ser alarmante, nos acercamos a los bosques como si buscáramos en ellos la Fuente de la Juventud, un espacio vivificador de descanso y alegría, semejante al paraíso recobrado. Sus tinieblas no son ya las del infierno, sino las del útero materno. Su frondosidad no es símbolo del laberinto donde uno se pierde, sino de ese lugar casi sagrado donde uno se reencuentra consigo mismo. Frente al bosque amenazante de los cuentos infantiles, poblado de lobos feroces, resurge el bosque mítico como potencia tutelar y benigna, como una gran reserva de fuerza, de inspiración y de pureza. En cierto modo el estado natural del hombre contemporáneo parece ser la paradoja trágica: cantamos más que nunca la gloria de los bosques al tiempo que aceleramos más que nunca su destrucción. Si se unieran todas las hordas de las umbrías paganas, los demonios sumerios y los faunos griegos, el Basajaun de los vascos y todos los encantamientos de Merlín en su floresta de Brocelandia, no conseguirían en cien años de conjuros destructivos lo que puede conseguir una multinacional papelera en un año de actividad indiscriminada sobre un bosque canadiense.

 

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La denuncia sin embargo no es nueva. Allá por el XVIII Gianbattista Vico ya alertaba sobre esta nueva forma de barbarie disfrazada de civilización: "Primero suplantan los árboles de los bosques por las columnas de los templos, y luego la sabiduría por las academias". Hoy, incluso a los más doctos académicos les resultaría arduo explicarle a un niño en qué se diferencian las atmósferas de un hayedo y un robledal. Pero mientras lo pensamos, los bosques se alejan. Hasta que el hombre recupera la conciencia de que se encuentra en el centro de un inmenso calvero, y su centro perdido, su bosque interior, se convierte para él en una utopía. Si su batalla contra los bosques suponía un capítulo de su prehistoria síquica -la lucha contra su  inconsciente-, ahora, demasiado  tarde, comienza el tiempo de la reconciliación. No hicimos caso a la apología rusoniana de la naturaleza, y a Emerson se le tomó por loco cuando se retiró a los grandes bosques americanos harto de todo.

 

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Hijo del dilettante Calvino, el Barón Rampante siguió sus pasos en rebelión y se encaramó a un árbol de su jardín del que ya nunca quiso bajar. Desde sus ramas reclamaba una constitución que salvaguardase los derechos legítimos no sólo de los hombres, sino también de los animales y las plantas, desde los pequeños pájaros a las águilas reales, y desde las encinas más majestuosas a las legumbres. Hoy la oveja Dolly o la soja transgénica son el anticipo de un futuro bosque artificial a la japonesa, perfectamente reconstruido en alguna especie de plástico biónico, pero de igual modo perfectamente desencantado.

Más allá de la literatura, no somos conscientes de que la desaparición de los bosques conlleva la pérdida de una dimensión radical de nuestro imaginario ligado a los orígenes. En este sentido la inquietud ecológica incluye también una lectura sicológica: la pérdida de los bosques exteriores implica la desforestación de una parte sustancial de nuestra identidad. ¿Qué supone pues preservar los bosques? Incuestionablemente, preservarnos también a nosotros mismos, no sólo en el plano de las analogías, sino en el de nuestra más estricta matriz biológica y cultural.

 

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Los viejos bosques encantados han perdido su encanto roídos por los vapores de la lluvia ácida, y nos han dejado a solas con un documentado desencanto. El bosque de Macbeth cobró vida para vengarse de un loco cegado por su ambición. Sin saberlo, en pleno siglo XVI, Shakespeare trazó la mejor metáfora del hombre contemporáneo perdido en su propio bosque nocturno, como en un combate perpetuo entre los más pésimos presagios y los buenos sentimientos.

 

 

 

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