Anika entre libros

Sarah Waters

Eloy M. Cebrián, septiembre-octubre 2006


No sé si a ustedes les pasará lo mismo, pero yo siento vértigo cada vez que me asomo a una librería y recorro con la vista sus anaqueles. Miles y miles de libros que no he leído y que nunca leeré me observan ceñudos desde las estanterías. Me consuelo con la idea de que no hay motivos para la angustia, pues la mayoría de esos libros no merecen la pena y, por tanto, no es gran cosa lo que me estoy perdiendo. Pero siempre oigo esa vocecilla interior, ese Pepito Grillo del demonio,
que me interpela del siguiente modo: "¿Y qué me dices de todos los tesoros que nunca conocerás?". Tengo un amigo que sólo consiente en leer a los clásicos, pues afirma que no hay mejores filtros que el tiempo y la tradición para separar el trigo de la paja. En mi caso, ay, tampoco con los clásicos tengo la conciencia tranquila. Nunca leí a Tolstoi ni a Dostoievski. Jamás terminé libro alguno de Balzac ni de Stendhal. A Dickens lo conozco mayormente por el cine. A Goethe ni me lo nombren. Sigo casi pez en Faulkner y Steinbeck. "La montaña mágica" la abandoné a mucha distancia de la cumbre. En cuanto a la literatura grecolatina, apenas he pasado de los trágicos, y eso porque aquellos tipos poseían la virtud de la brevedad a la hora de escribir sus obras inmortales. Cada vez que entro en una biblioteca me siento aplastado bajo esas toneladas de libros imprescindibles jamás leídos, y el analfabeto que habita dentro de mí se agita y gruñe de gusto al notar mi frustración. Pero lo de las librerías es distinto. Aquí entran en juego factores quizás más irracionales que la dolorosa conciencia de mis lagunas como lector. La atracción de la novedad, el reclamo de la faja roja, la impronta de una reseña elogiosa, la brillantez de las portadas... El márketing... El consumo... Y uno mismo con sus limitaciones, en especial la de ser desesperadamente vulnerable a todos esos libros que brillan como juguetes nuevos, que vienen envueltos en glamurosas cuatricromías y que se anuncian a toda página en las revistas del ramo (y a menudo también en las que no lo son). Esos cientos de títulos que abarrotan las mesas de novedades (al menos durante un par de semanas), esos títulos que ejercen sobre el indefenso y sugestionable lector un efecto magnético, como de canto de sirena o chica guapa en bikini, esos títulos que leerán otros para restregárnoslo después, y a los que tal vez nunca hincaremos el diente, porque carecemos de tiempo o de dinero o de ambas cosas. La eterna agonía del consumidor de letra impresa. Esa maldición. Ya saben.


SarahwatersPor suerte, hay veces en que alguna feliz conjunción de factores nos permite levantar momentáneamente la cabeza, pequeños parches para sobrellevar nuestras frustraciones con cierta dignidad. A veces la suerte o el azar nos ponen delante a un autor maravilloso del que nada sabíamos, y además eso ocurre en el momento adecuado, cuando contamos con tiempo y con ganas de zambullirnos en su mundo literario. A mí me ha pasado este verano con la autora galesa Sarah Waters. De sus novelas se ha dicho que son las que escribirían las hermanas Brontë de haber vivido la revolución sexual en el "swinging London" de los 60 y los 70. Y es cierto que, desde las primeras páginas, uno tiene la sensación de estar leyendo a una autora victoriana, aunque subida de tono. Pero las novelas de Sarah Waters son mucho más que un pastiche de época. Prodigiosa es su recreación de la Inglaterra de la segunda mitad del XIX. Magnífico su dominio de la trama, que nos va envolviendo en una red de la que no queremos ni podemos librarnos. Brillante el lenguaje y el estilo. Evocadores esos ecos de literatura de género (el terror, el gótico, el fantástico, la novela policial, el erotismo...). Pero, por encima de todo, magníficos sus retratos de personajes femeninos. Hondos, contradictorios, desesperadamente humanos.

"Falsa identidad" (Fingersmith) es el título de las novelas que he leído. El libro arranca como una historia de pícaros y delincuentes en el East End, muy al estilo de Oliver Twist. Poco después creemos habernos sumergido en una novela de Charlotte Brontë, con mansiones y misterios, y personajes que ocultan oscuros secretos. Después vivimos una arrebatada historia de amor lésbico. Luego un relato de aventuras e infortunios. Y después la novela es todo eso y muchas cosas más. Una narración que cambia y se renueva en cada capítulo, que entretiene de un modo extraordinario y que, página tras página, plantea nuevos desafíos para el lector exigente. Uno de esos libros que uno no querría acabar nunca.

La historia de "Afinidad" es más sencilla, pero sólo en apariencia. La trama desarrolla la pasión que la visitadora de una cárcel de mujeres siente por una de las presas. La primera es una joven dama de la alta sociedad londinense, una mujer atormentada por la pérdida de su padre, de quien dependía intelectual y afectivamente, y por la traición de una amiga con la que ha mantenido una relación amorosa. La reclusa de la que se enamora es una hermosa muchacha que ejercía como médium, y que ha acabado entre rejas por un turbio asunto cuya naturaleza real se nos revela poco a poco. La historia se cuenta en clave intimista y lineal a través del diario de la dama (Margaret Prior), aunque se nos ofrecen también algunos retazos del pasado en las páginas del diario de la joven espiritista (Selina Dawes). A pesar de la narración detallada y polifónica, durante todo el transcurso de la historia tenemos la impresión de que algo se nos escapa, algo oscuro y terrible que parece acechar bajo las revelaciones de las dos protagonistas. La novela nos cautiva por su tersura y su delicadeza, pero no podemos evitar sentirnos amenazados por los fantasmas que adivinamos al final del camino. Tan sólo podemos ver su sombra, pero nos basta para saber que están allí. Una historia de una inmensa fuerza trágica disfrazada de novela sentimental. Un lobo con piel de cordero.

Sarah Waters es una poderosa narradora, no tanto por el tema central de su obra (el amor entre mujeres) sino por el modo originalísimo en que lo aborda. La autora no se conforma con tratar un asunto de moda desde una perspectiva contemporánea (la literatura de consumo y las comedias televisivas ya se han encargado de hacerlo). Waters nos traslada a otra época en que la condición de homosexual o lesbiana equivalía la muerte social (y muchas veces también a la cárcel), por tanto, había de vivirse en la clandestinidad más absoluta. Esta amenaza añade fuerza y dimensión trágica a sus historias. Al mismo tiempo, la autora posee la capacidad de ramificar sus tramas hasta hacer de ellas auténticos laberintos, perfectos mecanismos de relojería. Mientras tanto, nos deja oír la suave música de un modo de narrar que creíamos perdido para siempre.

La crítica a menudo encuadra a Sarah Waters dentro de la narrativa homosexual, y no dudo que haya motivos para ello (la propia autora lo fomenta con su compromiso vital y político). Sin embargo, más allá de catalogaciones, Waters es un exquisito regalo para cualquier lector que ame el arte de narrar, tanto en su presente como en su tradición.

Además (y que esto quede entre nosotros) es la novelista que a muchos escritores nos gustaría llegar a ser.

 

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